La muerte

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Hay algo de lo que no hablamos, los que tenemos cierta edad y sabemos sobrellevar un confinamiento sin confundirlo con un encierro (incluso, a ratos, prefiriendo la extraña libertad del tiempo en nosotros a la nuestra en el tiempo), no hablamos del paso de gigante que la muerte ha dado hacia nosotros, de lo cerca que la sentimos.

Ya he dicho que no es el mío un confinamiento asfixiante, ni siquiera incómodo, que dispongo de aire libre de sobra, que vivo rodeado de una considerable porción de naturaleza suficientemente exuberante y convenientemente delimitada y que, siendo como soy (cada vez más) propenso a la misantropía productiva, la ausencia de trato humano no me deprime lo más mínimo, al contrario.

Me deprime, eso sí, cierta casta política que se ha puesto el cinismo por montera y se dedica a agitar la bandera de un país como este, ni mejor ni peor que muchos, para airear el asfixiante hedor de una podredumbre, la suya, que ya no quieren disimular. El hedor me incomoda, con la bandera, supongo, pueden hacer lo que les venga en gana.

Su economía, liberal, perfecta, auto inmune, se atemoriza de pronto como un gatito y patalea por culpa de que su mala gestión de beneficios e inversiones no les ha preparado para las eventualidades de un cataclismo tan natural como este. ¡Me cachis! Pues si no pueden resistir de pie sobre un escenario pandémico sin sacrificar vidas es porque han sido la cigarra de la fábula y su economía es, en el invierno de nuestro infortunio, una apuesta moralmente acabada, improductiva en términos humanos y nada competitiva de cara a un futuro cada vez más cercano, un futuro que (como la muerte hacia mí) ha dado un paso enorme hacia nosotros.

Bien: que se tomen su propia medicina. Pero hablaba de la muerte, no de sus voceadores.

El que alcance o supere la edad de quien firma estas líneas sabrá que la muerte ya no está, como estaba, a una distancia de lustros, o décadas, sino a dos metros, y que ahí se va a quedar, que no va a retroceder ante avance alguno; así que, quienes tenemos cierta edad, hemos empezado a vivir de otra manera el espacio y el tiempo, y el discurso.

El discurso, que debería de ser invitación a la acción, o a la reacción, se ha convertido en imitación de la acción, o de la reacción, así que ante lo que está pasando hemos empezado a actuar como los niños que ven una película de miedo y se tapan los oídos antes que los ojos. Los ojos los necesitamos para mantenernos a dos metros de dejar de pensar en la acción y dejarnos llevar por la histeria de su imitación.

Adviértase que el pensar es propio, el discurso es público y más o menos compartido y la acción es la forma de salir del atolladero en el que las circunstancias y la necesidad nos ponen. Como ni las circunstancias del diez por ciento, ni la necesidad del diez por ciento son las mismas que las del noventa por ciento nuestras protestas no coinciden. Pero si ustedes pertenecen al diez por ciento su visibilidad se verá seriamente reforzada si se manifiestan mientras el noventa por ciento está confinado, enfermo, asustado o a punto de morir, o muerto; con un poco de sabiduría cinematográfica pueden, incluso, parecer legión. Pero una cosa les digo: dos metros son una distancia que nunca ha caminado sin ayuda de su tarjeta de crédito.

La muerte, sin embargo, camina ahora gratis a dos metros de mí, física e intelectualmente hablando, y no pasan ustedes ese filtro por muy oportunistas que se crean (que lo son) y por mucho que quieran hacerse las víctimas: robarle a las víctimas su fin del mundo, su vacuidad al discurso, el miedo a los necesitados y a la acción su objetivo. Ya han robado bastante, por favor, respeten, en eso al menos, la cuarentena.

Cuando todo esto pase ya seguirán ustedes con sus chanchullitos y tal (casi seguro que nadie se lo va a impedir); pero ahora, y siendo como soy una persona en edad de temer, no querría temerlos a ustedes más que a esa que de verdad me ronda con su cacerolada inodora, incolora y silenciosa, no querría distraerme con sus payasadas de «mamá pupa». Llámenme comunista, pero prefiero mi vida a su economía y escuchar los Cuartetos de Shostakovich al himno nacional (u oír crecer la hierba, o llover) mientras en algún sitio, alguien (a quien no envidio, ni admiro, pero respeto) se tiene que quitar todos los días su banderita, y su matraca, de delante para enfrentar lo imposible con alguna lógica. Prefiero concentrarme en la sombra de mi nuevo e inesperado visitante, que me obliga a ser adulto y definitivo, mortal, sincero, eficiente y humilde, que aguantar su vara tan fuera de lugar a estas alturas e injusta a estas alturas como la de un mal padre.

La muerte, fiel, me acompaña a dos metros, gira a mi alrededor como una nueva luna, como una dura pareja de baile, ya no es una amenaza difusa y futura, sino mi hermana y mi consejera. Sé que en cualquier momento reclamará mi atención para siempre, así que pienso en lo que me queda por hacer y en prepararme y, francamente, no se merece su exhibición de ruindad ni un minuto de ese tiempo, son ustedes una distracción que ni deseamos ni merecemos la gente de mi edad. Pero, claro, con un poco de suerte no vamos a votar en las próximas elecciones.

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