La metáfora terca

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Si nos atenemos al actual trazado de los caminos y siempre que quede claro que hablamos de las castellanas de a 20 el grado y no de las inglesas, que por muy imperiales y exactas que en tiempos se vocearan nunca nos fueron familiares, servidor está en este preciso instante a unas dos leguas de Ponferrada y a casi veinte de León, en diócesis de Astorga y ayuntamiento de Camponaraya (tierra famosa por los extraños y en general ominosos fenómenos paranormales que, ya sea de noche o de día, laborable o festivo, se producen en ella sin que hasta la fecha se tenga explicación alguna de sus causas), en pedanía llamada de Magaz de Abajo, de escaso mas calidoso renombre ya que si no la cita Rubyn de la Calzada en su novela titulada Peralvillo de Omaña, por sus pícaros, como ha dejado alguno erróneamente escrito por ahí, sí lo hace un servidor en sus diarios profusa y gustosamente, mano sobre mano esperando a que le entre el sueño y también, sobre todo, que la lluvia traiga trabajo distinto de la escritura, y en consecuencia sustento, y pensando si habrá merecido la pena haber sido tan cabezota, porque servidor ha sido muy cabezota toda su vida.

No es que servidor no haya atendido con diligencia un buen consejo, que lo ha hecho siempre cuando se le ha ofrecido de buena fe y lo ha hallado en razón, sino que sistemáticamente se ha negado a acatar órdenes o a seguir cualquier camino u observar cualquier conducta u opinión cuya necesidad se le representase más autoritaria que autorizada, lo cual, en demasiadas ocasiones, le ha valido exclusivamente para que se le recuerde por cabezota antes que por la razón que lo asistía, por mucha que fuere esta.

Servidor creerá en dios cuando haga el milagro de cambiar el pasado, y no antes, así que enseguida la lluvia ocupa el primer lugar en sus meditaciones hasta el punto de alcanzar en segundos la categoría de preocupación. Y no es servidor el único al que desasosiega esa insensible zarpa de la sequía que se cierne sobre la entrañable piel de toro de nuestros padres.

Es una cosa molesta, pero a la que los poetas están acostumbrados, que las metáforas saquen los pies del tiesto y se planten sin más con sólida y real sustancia delante de uno, así que no se extraña servidor de percibir con todo realismo el tacto seco y ya no tan suave, y hasta el olor del cuero bien curado aunque desatendido, cuando se inclina a recoger un puñado de tierra que desmigaja con facilidad entre los dedos, ni de distinguir con toda nitidez la avariciosa garra del destino haciendo lo mismo con las vidas de todos al mirar este cielo manchado ya únicamente por los humos de los incendios.

Pero si deseamos proseguir cabalmente con este relato (o lo que sea) hemos de volver a Rubyn (o Rvbyn) de la Calzada, de cuya existencia, con buen criterio, no han dudado ni por un momento los pacientes lectores de un servidor, y al Peralvillo de Omaña. Nació en Posada de Omaña en 1883 y murió en Madrid en 1962 llamándose David Rubio Calzada quien firmó dicha obra con el seudónimo de marras porque una novela picaresca, por muy tardía que fuese, no merecía autor de nombre menos sonoro. Y hasta aquí todo bien, pero lo que a servidor le estorba es que del libro, por lo demás divertido, no se cite sino esta frase se busque donde se busque:

Desengáñate, amigo lector: en la contemplación de la vida y hechos de los humildes labriegos o pobres artesanos o pícaros…

Y en vez de los puntos suspensivos puede leerse tras «pícaros», según las fuentes, de Magaz de Abajo, de León e incluso de Ponferrada o Bembibre cuando lo cierto es que la frase, tal y como un servidor ha verificado, sigue ahí, tras una coma, sin mención que valga ni a Magaz de Abajo, ni a León, ni a pulgas en procesión, diciendo: como el presente de estas Memorias, aprenderás la vida real, etc…

Así que cuando don Acisclo Beltrán Beltrán, estando donde Casilda tomando unos vinos, hace a penas dos horas, le dijo a un servidor, tras haber antes reiteradamente afirmado que llovería mañana viernes, siendo evidente que no, que los tales pícaros del de la Calzada lo eran de Magaz de Abajo y sólo de Magaz de Abajo, servidor empezó a pensar que era don Acisclo terco como una mula, momento a partir del cual ya no pudo verle la cara sino como de mula verdadera, e incluso las orejas como mopas deshilachadas le veía mientras sufría casi más que olerle oírle recitar «Desengáñate, amigo lector…» y terminar el párrafo con aire triunfal: «..de Magaz de Abajo». Y todo esto lo sufrió un servidor, si no en calma, si conteniendo su ira como un forzado hasta que el tal don Acisclo añadió:

— Y ahora se paga usted una ronda por burro.

Comprenderán que un servidor no pudo menos que reaccionar, como lo hizo ante semejante falta de humanidad, quitándose las gafas y golpeándole a la mula en los ollares con su edición del Paradiso de Lezama Lima (que últimamente no suelta ni para ir al baño) y, al caer al suelo el volumen, proseguir su correctivo dejándole al terco equino los carrillos como soles con sendas mamelas bien apuntadas. Y ya se disponía a morderle en el cuello cuando la madre de la mula, doña Mencía Beltrán, entró en el local cubierta por una gastada piel de toro a modo de tosco hasta lo paradójico manto de soplillo y armada de un cucharón aceitunero, con el que hacía amagos de golpearle en los ijares, tiró de las bridas de don Acisclo hasta sacarlo a la calle. Y allí lo hubiese seguido un servidor para poner fin a coces a tan irracional porfía si Raquel no lo hubiese impedido sujetándolo de las crines con una fuerza que servidor no le conocía. Momento en el cual comenzó a llover tímidamente.

— ¿Qué día es hoy?, preguntó Raquel poniendo de manifiesto el silencio precedente.
— Jueves, dijo un servidor guardándose las gafas en el bolsillo y con cierto desprecio en el tono. — Hoy es jueves.
— No, no, viernes, que son las doce y cinco — aclaró Casilda desde el otro lado de la barra señalando con el dedo índice su reloj de pulsera. — Y seis.
— Pero si han sido cuatro gotas…, si ya escampa… Y además esa no era la cuestión.
— Pero llover, ha llovido, susurró Raquel sin dejar de vigilar a un servidor que, rascándose la cabeza con una mano, recogía del suelo con la otra su ejemplar de Paradiso.

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