Raquel ha vuelto por fin y, antes de dar oficialmente por comenzadas las vacaciones, hemos buscado a algunos amigos con los que celebrar el irresponsable (y sólo aparente) asueto al que, casi obligatoriamente, vamos a entregarnos. Isidoro, que es cirujano y hombre difícil de encontrar, nos cuenta que la mente es un concepto que nos rodea, no eso que atesoramos.
Lo malo de Isidoro es que se empeña en argumentar su afirmación científicamente; siendo, como es, una verdad poética, ensimismada y autoevidente; pero la amistad de los cirujanos requiere entrega de paciente, así que prestamos atención a su descripción de cierto experimento innecesariamente probatorio mientras, fingiendo convencernos de lo ya admitido, damos cuenta de tres de callos, dos de pulpo, una de rabas y vino a discreción. Todas ellas cosas que estuvieron fuera de nuestros cuerpos y ahora estaban felizmente dentro casi en su totalidad. Nada mental, en suma.
— También tenemos sesos. Muy ricos.
— Quite, indiscreto aunque pío personaje, quite. ¿No ve que estamos hablando de ciencia?
Pensar que la mente vive dentro de esa víscera de aspecto gelatinoso e incocinable como un enano en una seta era sencillamente perverso, así que bienvenidas sean las nuevas ideas. Pero queda por determinar, una vez admitida su ubicación fuera de nuestro cerebro, cuánto puede alejarse de él. Una mente demasiado independiente de su cráneo de referencia puede llegar a ser un problema muy serio.
— Una mente perdidiza… dice Monse, la mujer de Isidoro.
— O lapa. Una mente lapa también es un problema.
— Nada en demasía.
— Yo creo, dice Raquel — que como mucho un palmo.
Acordamos que un palmo es una buena distancia y que una mente bien educada no debería nunca andar más cerca ni más lejos de su propietario, si es que uno es el propietario de su mente y no al revés.
— Antiguamente, dice un servidor – los hombres eran dueños y señores de sus mentes y las obligaban a hacer todo el trabajo físico: levantar piedras (había muchas piedras en el suelo antiguamente), cazar, pisar las flores del vecino y hasta afeitar a sus mentores. Pero la evolución dio un paso adelante y alguien descubrió que si esos trabajos los hacía el cuerpo, la mente podía pensar el mundo e inventar canciones.
— Exactamente, me sigue Isidoro – pero luego la evolución dio otro paso y alguien descubrió que todas esas cosas podía hacerlas un tercero bajo amenazas. Así nació el capitalismo.
— Pero algunas personas no evolucionaron y siguen usando la mente para hacer tonterías como doblar cucharas, mira Uri Geller, apunta Raquel con acertado criterio.
— Una rémora. Con lo fácil que es hacerlo con la mano, demuestra Monse dejando la suya hecha unos zorros.
— Gente primitiva, prosigue quien firma. — Pero peligrosa. Ayer, sin ir más lejos, vi en la tele a uno que asegura que como el Calendario Maya se termina el año que viene se va a acabar el mundo.
— El calendario Maya se acaba en 2012 porque ya no les cabían más fechas en la piedra, sentencia Isidoro.
— Ya, ya. Pero ellos no dan su brazo a torcer y ahora dicen que…
— ¿Otra botellita?
— Ya está usted tardando caballerete. ¿Por dónde iba?
— Que ahora dicen …
— Ahora dicen que en realidad el fin del mundo no es una cosa instantánea y que empezar, lo que se dice empezar, va a empezar el once de noviembre próximo, que (mira tú por donde) es el día de mi cumpleaños.
El camarero trajo otra botella de Vega del Cúa y le dejamos servirlo en silencio y preguntándonos, secretamente, qué estaría haciendo su mente mientras tanto.
— Pues no sé si es bueno o es malo.
— ¿Lo del cumpleaños de Suñén?
— No, el vino este, ¿a ti te gusta?
— A mí sí, dijo Isidoro — que el fin del mundo empiece el día de tu cumpleaños es estimulante.
— Pues a mí no, exclama un servidor un poco más alto de lo debido, lo que provoca la reaparición casi instantánea del camarero.
— ¿Algún problema, señor?
— Mi cumpleaños, por lo visto el fin del mundo empieza el día de mi cumpleaños.
— ¿Y qué? Celébrelo el sábado anterior. Peor sería que le pillase al final, incluso en medio, en plena faena.
— Pues no le falta razón, anacrónico joven. Recordad que le dejemos una buena propina, añado en un aparte — seguro que se la gasta en cosas de la mente.
— Seguro, dice Monse que ya ha doblado todas nuestras cucharas y empieza a buscar con avidez en las mesas vecinas.
— ¿Vamos a tomar una copa donde Casilda?, pregunta Raquel.
Como única respuesta nos levantamos, pagamos y, para desazón del camarero nos vamos sin hacer la más mínima alusión a su disfraz de templario ni acordarnos de su propina. Donde Casilda, a un par de manzanas que tardamos casi una hora en recorrer por culpa del intento de Isidoro de comprar –con descuento– una máquina de coser –que por lo visto necesitaba urgentemente– en una tienda cerrada (de deportes) pero también por culpa de una ingente cantidad de templarios que empeñados en darnos conversación a toda costa nos hicieron dudar si la mente no serían los otros, nos encontramos con la variada fauna habitual. Pero esa es otra historia.