Imaginen una máquina, una especie de cabina de voto, que, simple y sencillamente, adivine nuestro deseo más cristalino y castizo. No rellenaríamos ningún cuestionario ni escogeríamos ninguna papeleta. La máquina, sin más dificultad que la de mirar en nuestro corazón, votaría por nosotros y sumaría el resultado en una pantalla con fondo azul. Su decisión sería incluso más transparente que la que, nosotros, tras meditar y sopesar, pudiésemos tomar a la vieja usanza dubitativa o crédula, vengativa o ponderada, clientelista o utópica. ¿Qué haría nuestro corazón? ¿Descubriría, nuestro corazón, que a menudo la economía no depende del voto sino que el voto se rinde a la economía como el lagarto al sol? Nuestro corazón, tonto entre los tontos, desenmascararía, si ello fuese preciso, a nuestro personaje.
La máquina, además, no nos informaría sobre el sentido de nuestro voto. ¡Eso sí que sería un voto secreto! Pero ¿cuántos votarían realmente lo que creerían haber votado? ¿Cuantos ciudadanos defenderían con su discurso opciones diferentes a las que realmente acabaría apoyando su corazón? Hay corazones taimados.
Ya veo a más de uno y de una imaginarse volando hacia la Moncloa a lomos de la máquina como la Mujer Maravilla hacia el futuro en su avión transparente. Sólo que nada transparente llega a ninguna parte, nunca. La transparencia es una burda y barroca imitación de la nada cuya veladura separa a la verdad informada de la verdad formada. Para decidir hay que aceptar las sombras, hay que cuidar las dudas y hay que abrir las ventanas a la tormenta. La transparencia es -ya está dicho- veladura, la claridad es otra cosa: otra forma de llamar al entendimiento. Nadie es transparente si es humano, nadie es humano si no es claro.
– Esa máquina suena a perversión de la democracia.
– Sólo mediría el miedo, Raquel.
– A mi me dan miedo vivir en un país donde las folclóricas se casan con los toreros y el corazón tiene derecho a voto.
– Y a los estadounidenses vivir en uno donde las animadoras se casan con los quarterbacks y el corazón tiene derecho a voto.
– Vale, genio. En todas partes cuecen habas.
En la serie (televisiva) de la Mujer Maravilla (Lynda Carter) los extraterrestres eran buenos, porque los malos eran los nazis, y eso humanizaba a los marcianos. No se puede tener dos enemigos al mismo tiempo. Por eso hay quienes han acabado por preferir a ETA frente al terrorismo islámico, por ejemplo. Los mismos que defiende a nuestro lumpenproletariado de la invasión de lumpenproletariado extranjero.»Esas chinas», decía un hombre en la barra del bar, hace no muchos años, ante la aparición de una de las primeras floristas orientales, «le están quitando el trabajo a las gitanas». Y si la Mujer Maravilla atase un día nuestros corazones con su lazo mágico de la verdad (no lo permita la Liga de la Justicia) quizás acabaríamos humanizando a los banqueros al descubrir que nuestro verdadero enemigo es la propia ambición.
Que la transparencia nos engaña es tan cierto como que la universalidad es de paletos. Pero en su nombre -fortalecido por políticos y periodistas- hemos provocado guerras y ejecutado inocentes. Sumemos, restemos, multipliquemos y dividamos antes de votar según nos dicten nuestro cerebro egoísta y nuestro maltrecho hígado, y hagámoslo a la vieja usanza dubitativa o crédula, vengativa o ponderada, clientelista o utópica. Tomos somos hijos de una folclórica y de un torero cuyo matrimonio no fue precisamente un éxito: dejemos al corazón fuera de esto y olvidémonos de votar al mar, al monte o a las flores, a la guerra, a la salud o a las patatas: todas ellas palabras demasiado grandes, todas ellas palabras de las que no se votan. Tengamos la fiesta en paz. A la máquina de votar (¿y a la democracia?) le pasaría lo mismo que a la wittgensteiniana Mujer Maravilla: perdería sus poderes si fuese atada con su propio lazo.
Servidor no cree en las máquinas como no cree en la inteligencia emocional. Servidor prefiere leer los programas bajo la claridad de la noche.