Cree servidor, en su recién adquirida ingenuidad, que nos estamos haciendo un lío de tales dimensiones que es posible que su origen acabe tan distorsionado por la futura historia como el mito de la Atlántida en la cabeza de Iker Jiménez. En un futuro muy lejano (pero no lejanísimo) los profesores explicarán a sus alumnos que el estado del bienestar (nombre con el que se conocía a la desmesurada codicia de la clase trabajadora), verdadero Islero de la gobernabilidad torera de nuestra patria, fue final y felizmente derrotado por los mercados que devolvieron al pueblo español su ancestral sentir hosco, plano y cenizo; y su traje regional consistente en cachirulo, férula, chaleco, taparrabos, alpargatas y perro.
Conviene recordar que los males que nos aquejan vienen de una nefasta gestión (desde Rodrígo Rato a Pedro Solbes) del milagro español. Un milagro arranado y futre que no soltaba la llana ni para atarse los cordones de los zapatos ni disimulaba su mangoneo. Para eso había crédito, y magos de las finanzas que, tras la huida de Rato y de Solbes a predios menos expuestos, podían aún sacar pecho y culpar a los demás del comportamiento de unos mercados en los que seguir jugando fuerte mientras la política fuese incapaz de impedírselo. ¿Cómo es posible que aún se permita apostar contra la deuda de un país y mediante un protocolo que embolsa los beneficios en la cuenta corriente del jugador y reclama las pérdidas al humilde contribuyente? En Magaz de Abajo decimos: «Será tonto este burro, ahora que se había acostumbrado a no comer, va y se muere».
— Que no Suñén, que no es así, que no te enteras, dice Pangur.
Pangur le explica a un servidor que en realidad ese dinero no es el producto de las apuestas, sino de las inversiones y ha hecho posible a Mozart y a Einstein y a Ruiz Zafón. Además de las latitas Gourmet con las que, definitivamente, tanto Raquel como un servidor lo han echado a perder.
— Y a Hitler.
El gato de un servidor no siempre acierta; aunque no le falte buena voluntad. De hecho Mozart o Einstein costaron muchísimo menos dinero que Hitler (y Ruiz Zafón nos ha salido prácticamente gratis). Pero no se puede explicar a un animal convencido de que los egipcios eran extraterrestres que el coste no carece de sutileza y tiene voto de calidad a la hora de juzgar la legitimidad de los beneficios. Es comprensible, eso sí, que en su candor esté convencido, como los españoles, de que algunos asuntos le vienen grandes, y en cuanto servidor se pone serio, agacha las orejas. Aunque tuviese razón, agacharía las orejas, porque ignora que la ininteligibilidad del mundo no tiene nada que ver con su capacidad de comprensión, porque no ha ido (naturalmente) a un colegio público.
Hablemos de educación. Hablemos, por ejemplo, de literatura o de filosofía, materias sobre las que hemos establecido un canon en función de contenidos que ejemplificaban nuestros valores. Bien. Pero esos valores están cambiando y el planteamiento de las asignaturas clásicas no parece estar dispuesto a hacerlo paralelamente. ¿Necesitamos un nuevo canon? Seguramente sí, pero ese canon debería de ser capaz de interesar a nuestros jóvenes en su propia educación; y eso parece chocar frontalmente con los intereses de los políticos (perpetuarse a sí mismos sin inversión alguna en nuevas ideas) o de nuestros benefactores (meapilas, usureros y jugadores de riesgo a los que literalmente les importa una mierda nuestra mierda mientras compremos la suya).
Realmente la educación de un país no debería de ser el producto de un pacto, tampoco debería de ser la imposición de una mayoría. Debería ser gratuita y depender de los directores de cada centro en cuanto administradores de un saber que se justifica a sí mismo. Sencillamente. La educación es un asunto previo a la política y al mercado. Y el que quiera tener una mala educación, una basada en mentiras, fantasías, dogmas o intereses mafiosos que se la pague de su bolsillo.
Encontrar a un muchacho que haya leído De rerum natura o sepa quién fue Epicuro es tan raro como encontrar un talibán bueno. Los motivos inmediatos de lo uno y de lo otro son muy diferentes, porque unos los hay aunque escandalosamente menos de los que debería haber para que la nuestra fuese una sociedad en la que se puede confiar, y los otros son una incoherencia categoral, como las catástrofes humanitarias o la derecha social. Pero en ambos casos lo raro delata lo no resuelto. Gracias a los recortes en educación es posible que empecemos, no obstante, a encontrar talibanes buenos.
Una viejísima amistad le decía hace poco a un servidor que somos bruxistas, los españoles; pero servidor cree que tal defecto es el producto de la ancestral obligatoriedad de la férula. Otra, igualmente vieja, le decía a servidor que es bueno, en determinadas encrucijadas, cambiar de conversación. Y es cierto: en adelante hablará servidor de algunos libros, de sus animales y de sus otros ánimos, que no están ni en venta ni en discusión, y si le entran las ganas de evadirse en contacto con la cuestión social se acercará al casino más próximo a «invertir» en rojo, impar y passe. Y otra amistad aún más vieja le dijo que era suficiente mirar la naturaleza para advertir que hay algo que nos cuida, que la divinidad está implícita en el hecho de que confiamos. A esa tiene servidor que perdonarla, porque fue educada en un colegio de monjas, y de pago y, lógicamente, no tiene las ideas claras, pero le agradece que le recuerde que el poder no ha ganado hasta que no se apodera de la voluntad de la mano que mece la cuna. La cuna de los próximos españoles (indignados) se meció con amor, con mesura y con un exquisito sentido de la justicia. Deberían haber sido la primera generación de demócratas no implicados, capaces de desarrollar una idea sin machacarla en el intento. No habíamos hecho nunca nada mejor ni que creyese tanto en nosotros. A esa generación (nuestros hijos y nietos) es a la que quieren ahora hacer más daño, a la que van a vender para pagar el colegio de sus hijos y nietos. Pero ya casi somos puro bajorrelieve, ¿no?, así que ¿qué importa si el futuro nos malinterpreta?