Hace siete días estábamos celebrando el Magosto en Cacabelos. Regalaban, en la plaza, un cucurucho de castañas asadas, un vaso de vino del año y una porción de rosco, que es un bollo de harina, leche y huevo que vale por dos comidas de domingo. En casa esperaba Pangur, que hizo el viaje desde Madrid sin protestar, en su cestito, como un gato mayor. Un hombre de mediana estatura y tocado con gorra castiza se quedó mirando mi sombrero y, advirtiendo que reparaba en ello, me dijo:
– Yo, una vez, me compré uno, pero la mujer me lo tiró a la basura.
– Le haría cara de malo, contemporizo.
– De eso nada amigo. Por celos de las extranjeras, que se querían fotografiar conmigo a la luz de la luna.
Ya se notaba el frío, así que hasta el vino peleón entraba a derechas. Y más de uno recibía su obsequio y volvía a ponerse en la cola devorándolo durante la espera. Raquel y yo comíamos despacio, cerquita de las fogatas, disfrutando del espectáculo al que un ordenador conectado a una farola ponía música caribeña. Algunas mujeres bailaban mientras los hombres se iban embriagando sin advertirlo y los niños correteaban sabedores de que, por una vez, nadie pensaba en ellos.
– Fiesta y hombre típico sombrero, malpronuncia una pelirroja enorme que, con una cámara fotográfica en la mano, se dirige a Raquel.
– ¡De eso nada!
– ¿Qué?
– Que estoy harta de que me saques en esos diarios tuyos cuando te conviene. Me utilizas.
– Pero mujer, es un recurso literario.
– Ya, pues ve buscándote otro, que yo gratis no trabajo más, zanja Raquel mirando la noche estrellada.
Vale. Olvídense de lo de la mujer gigante. Nos terminamos nuestro cucurucho y nos fuimos a un bar a tomar la penúltima. Pido vino del año.
– No sé (y que conste que esta ronda la pagas tú) cómo puedes seguir bebiendo eso, dice Raquel dejando en el cenicero un hueso de aceituna y dando un sorbo de su cerveza.
– Ni yo. Estoy pensando que, cuando me muera, voy a donar mi cuerpo a la ciencia ficción.
Se ríe. Lo que quiere decir que aún puedo seguir siendo imperfecto, y que mis sombreros están a salvo. Ustedes pensarán que una relación debe cimentarse en cosas más importantes, pero se equivocarán. Una relación se cimienta en la cantidad de sonrisas que cada uno es capaz de provocar en el otro. Todo eso fue hace siete días, durante un fin de semana que sirvió para disfrutar del hecho, simple, de existir entre cosas que le miran a uno a la cara. Pusimos un plástico alrededor de los bonsáis de exterior, porque ya hiela por las noches, y nos volvimos a Madrid con cara de fastidio. Hasta Pangur protestó un poco. ¿Y de entonces a hoy?
Pues, francamente, lo único interesante que he hecho es sobrevivir con dificultades a la luna en escorpio (que no la aguanto), aprender un acompañamiento a contratiempo, con escobillas, para Blue Moon, abrazar a la niña Martina, que está en ese dulce momento entre desafiante y tierno que define la aparición del carácter en la primera infancia, y ver El ciclo Dreyer, de Álvaro del Amo, una película que pasó sin pena ni gloria; seguramente por la mala elección de los actores, y también, quizás, porque en su afán de acercar el cine a la vida olvida un poco al espectador, sí; pero una película de la que deberían tomar muy buena nota algunos conspicuos directores. ¿Cómo conservar a la mujer sin perder el sombrero? De eso he creído entender que trata.
– Eres tonto, Suñén, dice riendo Raquel.
– Y que lo digas, remata Pangur, al que la película no le ha gustado nada.
– ¿No es hora de que los gatos se vayan a dormir?
– Sí, y las personas.
– No, dice Pangur, los gatos no.
– Sí, digo mirando a Pangur con cierta severidad.
– Sí, dice la luna en lo alto, no aguanto más a este tipo.