Le gustan a servidor esos días de otoño asentado que, al menos aquí en el Bierzo, si bien se levantan espesos, cenizos hasta que entrado el mediodía se permiten un sol tímido pero voluntarioso, por la tarde se van volviendo corteses, incluso atentos y (sin llegar a resultar calurosos) cálidos, productivos. A esas horas Raquel se pone a barrer la hojarasca (que servidor hará desaparecer después diligentemente) al ritmo de algún vals estrictamente privado, el gato Pangur sale a dar un largo paseo por los alrededores, seguido de su fiel lacayo Yogur, y el perro Fiel se acuesta estirando las patas sobre el empedrado, atesorando cada partícula de esa energía con los ojos entrecerrados, atento sólo a existir. A menudo son días que desembocan en una de esas raras noches preindustriales, cristalinas y fríamente prometedoras que invitan al hombre (como al gato) a la contemplación y al recogimiento, y al perro a la vigilancia perimetral y exhaustiva. Son días que le gustan a servidor porque se parecen a él, repartido, desde que retomó sus labores tras la pausa veraniega, entre el pesimismo que la inteligencia práctica reclama y el optimismo que toda voluntad bien templada desea. Desde la realidad hasta la idea hay un halagüeño y precioso entreacto esos días.
Pero a veces la niebla se adueña de la jornada y, como hoy, no cede más que para darle el tiempo justo a una lluvia desaseada y timorata antes de regresar, enseguida, con gravedad de censor, a su hermética omnipresencia. Entonces ni los gatos quieren salir ni el perro se separa de la puerta de casa, donde está protegido de la intemperie. Esos días no quieren tratos con nada que no sea la realidad y servidor se siente traicionado por la dialéctica; teme que, a pesar del razonamiento de los físicos, el tiempo pueda haber dejado de moverse bajo los pies del devenir. Servidor se reafirma en ese temor durante el rato que dedica a leer en la prensa expresiones como «la mayoría silenciosa» o «la nave del estado», «la fiesta nacional» o «las recoletas plazas de nuestros pueblos» que no escuchaba desde que murió Salvador Puig Antich. Le extraña que nadie diga que por la noche, en la Moncloa, se puede ver encendida la lucecita del despacho de Rajoy hasta bien tarde.
Que lo bueno de lo malo de este petit franquismo es que la derecha ha recuperado su lenguaje y lo usa sin ningún pudor (así ya no tendrá que seguir robándoselo a la izquierda) no es lo único que enseñan los periódicos. Entre alguna que otra novedosa tontería de ese Eduardo Mendoza metido a profesor de escritura creativa y las habituales emergencias de los poetas se pueden leer, por ejemplo, un montón de artículos tan inútiles como este, y también una gran cantidad de instructivas crónicas sobre la decadencia del sistema y el fin de época que se nos viene encima. Desde luego, si en efecto esto no es el postraumático y patético intento de reinicio que servidor se teme, será el cambio mejor documentado de la historia. No podrán los estudiosos del futuro (o sea) quejarse de la falta de fuentes; aunque podrán, naturalmente, no consultarlas. Si todo sigue en la dirección que apuntan los profetas es obvio que no las consultarán.
El momento de sol en la vida de un servidor parece ya muy lejano, casi una leyenda, que diría Claudio Rodríguez. Fue cuando leían los excluidos, porque era necesaria una propuesta cultural acorde con el deseo (ahora lo hacen los consumidores, porque es obligatoria una respuesta acorde a las previsiones de mercado) y cuando peleaban la izquierda y la derecha en beneficio del progreso (ahora reman juntos traidores y tramposos por el progreso del beneficio). Servidor, que ha dejado de hojear los periódicos para contemplar por la ventana el universo gris que envuelve su mostrenco presente y amenaza con disolver su memoria en la futilidad, se pregunta qué habrá hecho o dejado de hacer para merecerlo. A veces nos culpamos a nosotros mismos, de las decepciones, simplemente porque no podemos creer que haya tanta mezquindad ni que la hayamos tenido tan cerca tan a menudo sin sospecharlo.
— La culpa, querido Suñén, es un sentimiento egoísta.
— Y la esperanza.
— La esperanza hace posible la comunicación.
— ¿No será la necesidad?
— No, no: la esperanza.
Ya ha escrito servidor más de la cuenta sobre la imposibilidad de discutir con un gato y no dudar de toda filosofía. Pero los animales leen los gestos humanos y los pájaros conocen las debilidades de cada árbol, así que es muy posible que, una vez más, Pangur tenga razón y, quizá, la depresión sea sólo una respuesta escapista de servidor a la intimidación atmosférica, lo que, al fin y a la postre, significa que no está aislado y permite inferir, de paso, que la realidad prosigue su camino a través de una incertidumbre que no es, por cierto, sino otra cosa más comunicándose con el resto en un intercambio en el que, al menos para el ser humano, la organización de la iniciativa es la única posibilidad de enfrentarse con justicia a la presión. Servidor abre la ventana y, por un instante, se siente tentado de agarrar a su gato por la cola y lanzarlo contra la niebla (a ver si la rompe); pero en vez de eso respira hondo disfrutando el aire, de su paso de lo general a lo particular y de nuevo a lo general, y se promete obligarse, en días como hoy y por muy petit-franquista que se muestre la climatología, a recordar lo que es obvio.
— Veo que vuelves a ser dialéctico.
— A lo mejor. No sé, responde servidor cerrando la ventana y sacudiéndose, con el golpe, un súbito escalofrío. – ¿Una copita?
— Ni se pregunta.