Ayer, no, anteayer, de repente, reparé que en el cielo habían reaparecido las nubes de condensación de los aviones. Una, dos, tres… doce, algunas casi difuminadas ya, otras firmes, claras como lineas de Uderzo, una en curso. Antes del anochecer. Largas líneas blancas sólidas e inaccesibles como barrotes.
Hoy he seguido la danza de Luna con Saturno y Júpiter, levantándome a cada rato de la mesa (trabajo de noche, no duermo en la mesa) para salir al sequero convenientemente provisto de mis gafas de lejísimos.
No creo que pueda olvidar esta recién superada primavera de la que se dirá que fue devorada por el bicho como una roja ballena devoró un día el verano caribeño. Y sin embargo ha sido todo lo contrario. La primavera encontró su libertad en nuestro confinamiento, cautelosa, pero no tímida. Es la ventaja del mundo vegetal, que no posee sentimientos shakesperianos, sino que posee un impulso que, desde hace siglos, veníamos los humanos atenazando en nombre de no sé qué derecho divino. Esa historia del derecho divino, por cierto, no hace más que delatar nuestra mala conciencia.
También ha habido una naturaleza, la domesticada, la inestable, que ha echado en falta la intervención gubernamental obligada. No lo hubiese hecho de haber dependido su suerte de los vecinos, los vecinos, aunque raros, son parte del ecosistema, como el gorrión de garganta blanca. Todo esto viene a cuento de que la economía nos exige sacrificios. Hoy es la economía la que nos necesita y el PSOE quien nos recluta, mañana será la patria y nos reclutará Podemos. Lo he visto a través de mis gafas de lejísimos.
Yo quería, en realidad, preservar la primavera en su primerario como otros quisieron preservar el verano, dejándola estar como deja el agricultor estar al invierno en su mal carácter.
Ayer, no, anteayer, dejé pasar los años bajo mi voluntad creyendo que, en efecto, la voluntad vale más que la economía. Ahora, que sé que no es así, mi aliciente es más puro.
La voluntad, mal entendida conduce al éxito, y el éxito nos lleva a lo que nos pasa. Lo entiendo. No me gusta. Así que tras contemplar esas nubes de condensación y esa danza del universo he hecho las paces con mi voluntad, a la que culpaba de cosas inventadas por otros, y he decidido aprender algunas nuevas habilidades. Primero acabaré con esa obra literaria que es más producto de la vanidad que de la voluntad, y que da fe de una ficción amada, pero no hasta ese punto. Me desharé de toda complicidad, desoiré toda argumentación que venga del lado de la política, de la ignorancia o de la fe (hasta Aristóteles comprendería eso). No me sentiré culpable por no haber hecho no que no puedo hacer, por no hacer lo que otros no hicieron a pesar de haber aceptado jurando sobre su honor el encargo. Luego acabaré con este despropósito capaz de convertir lo lógico en peligroso y lo peligroso en progresista.
Guardaré en su funda mis gafas de lejísimos y me quedaré con las de cerca («de vallado» las llama Raquel) que no dejan pasar a mayores la ideología, ni a mejor vida la vida victoriosa. Gafas como trincheras.
La libertad no es lo que os han dicho, sino la causa de las mareas.