Lo primero que hay que señalarle a la nueva política, si es que eso sigue existiendo, es un axioma de la vieja política, si es que eso sigue existiendo, que les conviene acatar: la memoria no es un argumento. La memoria es una lectura del pasado que debe, necesariamente, ser revisada y falsada, constantemente. La memoria es dinámica y el pasado es un poso que, una vez asentado, no se remueve con facilidad, pero que debe ser removido permanentemente para no caer en la trampas del destino, de la supremacía o del liderazgo adquirido. La memoria (pequeña, inamovible) es tan falaz como la ciencia inamovible. Por tanto, en una dimensión menor, la apelación al comportamiento del contrario en circunstancias otras es, sencillamente, retórica. En cada caso, políticamente hablando, se juega con lo que hay sobre la mesa, y sobre la mesa puede haber de todo menos rencor, venganza o miedo, ni siquiera la desconfianza debería de estar sobre la mesa. La desconfianza, de entre todas las taras humanas, es la que más se presta a disfrazar estrategias espurias. Cada negociación es nueva y cada cara es nueva. O es así o lo que está teniendo lugar sobre la mesa no es política, ni aquella ni esta. Por consiguiente, y dicho sea sin ánimo de pontificar, ya no valen las apelaciones a la indignación, ni reeditar batallas ganadas, ni exhibir cifras como axiomas. Hay que luchar contra el desencanto, hay que minimizar la abstención más que comprensible de quienes están hartos de que los argumentos privados de un grupo autocomplaciente se conviertan en argumentario electoral. Hablamos, entonces, de una urgencia adquirida, de un deber que trasciende diferencias y desencuentros, de un protagonismo que no ejerceremos si no es para sostener una historia que transcurra en positivo y, si es necesario, sin nosotros, sin nuestros nombres de pila.
— La memoria pequeña.
— Lo contrario de la experiencia.
Cada día que pasa nos queda menos tiempo para decidir, pero no decidiremos qué fuerza nos gobierna, sino hasta qué punto nos gobernamos, o somos capaces de gobernarnos, decidimos nuestra confianza en nosotros mismos, decidimos si somos realmente un colectivo singular o un colectivo definido por el adversario, un cero a la izquierda.
— Cada ser humano es una autonomía, al fin y al cabo, me dice el gato Pantgur.
— Una vez aceptado eso ¿cual es el siguiente paso?, pregunto.
Cada ser humano es una autonomía en primer lugar, y por su voluntad se une a un conjunto más fuerte que, por su voluntad, se une a un movimiento unitario. No le mueven sus gustos personales, ni sus taras intelectuales, ni su orientación deportiva: le mueve una necesidad de defenderse de la usurpación de su voluntad y de su territorio, de la adversidad, de la manipulación, de la ambición y del delirante convencimiento de algunas personas dispuestas a todo por hacer dinero gracias a su autoimpuesta condición divina (y hablo de gente que, como ellos, ha nacido en alguna parte). Le mueve una necesidad de paz.
— ¿Y si vienen los rojos y prohíben la paella?
Somos muchos y somos pobres, pero si en lugar de poner el acento en la causa de nuestra identidad, lo ponemos en la causa de nuestra pobreza (que es la que nos otorga superioridad) conseguiremos lo que queramos; siempre, naturalmente, que expulsemos de nuestras reuniones a quienes sitúan la representación por encima de la reivindicación. La realidad es el enemigo, pero sólo si unos pocos definen y controlan la realidad volviéndola en nuestra contra. La realidad no el la paella.
Para vencer a la realidad no hace falta ser tan fuerte como para vencer a la paella, basta con ser inamovible en la convicción. El objeto más fuerte del universo no moverá al objeto más firme del universo. El objeto más firme del universo es una partícula insignificante, indetectable, aparentemente inútil, que, sin embargo, confiere al todo la masa necesaria para existir.
— El pimentón.
— El reparto.
Quizás deberíamos hacer valer el hecho (las mujeres nos han mostrado el camino) de que si paramos, se para todo. La unidad, entonces, se vuelve un valor superior a la ideología (la ideología se adquiere, la unidad se necesita porque la necesidad se comparte). La memoria es innecesaria, el proyecto es definitorio. Hablar del pasado le interesa al pasado. No estamos mal porque antes estuviésemos mejor, estamos mal porque nos duele ahora. Y estamos inquietos porque no parece que nuestra previsiones sean optimistas.
— Entonces, ¿qué hacemos con Franco?
— No convertir a un dictador en un pelele a la carta cuando lo que queremos es acceder a una democracia real, justa y, sobre todo, nuestra.
— O sea, que te da igual.
— Me parece esa mueca cómica y a la vez patética de quien tarda dos segundos de más en entender un chiste.
Pero si he de deber lealtad a algo, prefiero que sea a lo que el pueblo decida que a mis propias ideas. Mis ideas están a salvo en casa. Están a salvo mientras leo con la bata sobre el pijama y cuando salgo con con el mono, el cubo y la azada a reparar lo que se tercie. Mis ideas no gobiernan el mundo, por suerte. Por desgracia, el pueblo tampoco.
— ¿Tiene el pueblo la misma presencia que la sociedad, en democracia?
— ¡Joder con la pregunta!
La necesidad de los vecinos es una fuerza que no se puede ignorar, ni se le puede oponer encuesta sociales equiparables al tradicional matonismo o al liberal patrioterismo. Necesitamos lo que necesitamos: no ideas, ni planes, ni exigencias, ni comisiones, ni gaitas. Necesitamos a la gente de buen humor haciendo cosas útiles en pequeñas localidades bien gobernadas a la antigua usanza, democráticamente.
— ¿Necesitamos reeditar la historia?
— Necesitamos conocer la historia, más larga, más dura y más trascendental que la memoria.
Se da la circunstancia de que siendo nosotros los que votamos no somos nosotros quienes hacemos el programa que votamos. Eso es raro. Se da la circunstancia de que disfrutamos la democracia (cosa que muy pocos pueblos del mundo pueden decir) pero no somos la democracia. Hay cosas que se resisten a cualquier cambio, una, según parece, que disfrutamos la democracia de unos pocos: la casta. Eso tiene que terminar.