Aquí las fuerzas de la naturaleza se dejan ver y tocar, no son simple incomodidad, información o recurso poético. El viento puede hacer que algo caiga sobre ti y la lluvia puede llevarse bienes preciados. El calor puede asolar cosechas y el frío congelar pájaros en pleno vuelo. El tiempo aquí no es como esa película muda de los telediarios, su voz es la primera en llegar y la última en irse, y la que mejor y más claro se oye. Quizás, quizás para algunos, la única verdaderamente significativa, la única digna de ser escuchada, lo que la convierte en cultura.
Creo que si nos fascina tanto el cambio climático no es por la amenaza, real, que supone para nuestra supervivencia como para la de otras especies, sino por lo que tiene de fantasía de control. El tiempo, que siempre escapó a nuestras intenciones y previsiones, resulta ahora ser consecuencia de nuestros actos. Nada hay que más satisfaga al ser humano que saberse responsable de lo que sea, como sea. Ser el lobo del cuento, aunque la presa gane siempre.
Hasta hace nada nuestra relación con la climatología era creativa pero subsidiaria; conseguimos, mediante la observación y el esfuerzo continuados, mediante una paciente alternancia de pruebas y errores, encontrar un lugar en el tiempo hasta el punto de parecer, hombre y clima, una y la misma cosa, pero una dependía de la otra como en un baile en el que ambos bailan, pero uno lleva y el otro sigue. No habíamos inventado la lluvia, pero tampoco habíamos inventado el color y ello no nos impedía pintar grandes cuadros. Tampoco los signos fueron algo que no aprendiésemos de las plantas y de los animales, pero al hacerlos nuestros construimos con ellos la mismísima historia de todo. No está mal para un mono desnutrido. Bailamos con el viento, bailamos con la lluvia, y hasta bailamos desnudos con el calor. Lo hicimos.
Pero ahora que las fuerzas de la naturaleza se han soltado el pelo y han dicho su aquí estoy yo con una voz que casi no recordábamos, parecemos más interesados en reivindicarlo que en asumirlo y repararlo. No ironizo: verdaderamente estoy convencido de que tras el discurso catastrofista sobre las consecuencias del cambio climático hay una dosis secreta, despreciada pero excesiva, de vanidad en estado puro. Podría ser peor, podría ocultar, también, la satisfacción malsana que produce en los descontentos la destrucción gratuita.
Las ramas de los árboles se agitan en el exterior, violentamente, y con ellas, más discreta, la casa misma se agita. Oigo el soplido del viento y también breves golpes, sonidos de la casa que no hay forma humana de localizar: los huesos de la casa respondiendo al envite de la tierra sobre la que han crecido y que consideran propia. La lluvia pasa en ráfagas largas y racheadas, golpea los cristales, que no ceden porque alguna vez fueron piedra y eso es cosa que no se olvida; aunque también la lluvia amenaza volverse piedra. El gato Pangur se ha hecho un ovillo en el sofá y dormita como ahorrando fuerzas para cuando el sol salga, que saldrá, y junto a él un hombre escribe al dictado de un miedo viejo y bien conocido, familiar como el amor que no se dice a sí mismo, que no se sabe casi, y dulce, dulce también, por verdaderamente humano, por indistinguible de la vida consciente.
Es sólo una borrasca, dicen los meteorólogos. No es aún el lobo de nuestros más tétricos cuentos. Y lo creo o Pangur no estaría meditando sobre el sofá, ni el hombre escribiría nada sino que saborearía despacio un Ellipse, de Hennessy, pensando sólo en lo bueno, ni la casa se acomodaría sobre sus propios huesos como una vieja sabia, protestando tan poco. Pero es también una advertencia, un aviso ancestral (no tan nuevo como nuestra vanidad supone) de que la propiedad es ajena y abstracta, seguramente inexistente, pero debe ser escuchada con la atención correcta, que no es inteligencia política ni determinación dogmática, sino tan sólo eso: humana atención, lectura.