El gato de un servidor, como don Miguel de Unamuno, nunca se ríe o se lamenta, sino que siempre está razonando, y ahora le ha dado por afirmar que las reiteradas llamadas a la serenidad emitidas desde la banca, el gobierno, la prensa y otros foros de menor fuste pero similar influencia, están pensadas para asustarnos. Algo así como cuando ese amigo propietario de perro asesino te dice:
— Tú cálmate; que si no, se pone agresivo.
Servidor está dispuesto a conceder que tanto la frase de su amigo como las llamadas gubernamentales a la calma se hacen con la intención de contener el pánico, pero no tiene más remedio que coincidir con Pangur en que su mera existencia es ya un importante motivo de agitación.
Sostiene Pangur que ahora que hasta don Mariano Rajoy va a tener que emigrar a Alemania para poder seguir gobernando (porque por más que vigila el horizonte de flujo de aquí la Virgen no se le aparece) quizás podíamos hacer un pacto los que nos quedemos y, tras el obligatorio y salutífero ataque de pánico, empezar a decirnos las cosas sin tantos miramientos; en el futuro, claro:
— La banca apestaba.
— Ya te digo.
— Y si los ahorradores se largaron con su dinero… pues eso era el liberalismo económico, ¿no?
— ¿Qué dinero?
Sin embargo, continua razonando el gato de un servidor, todo el mundo se comporta como si el sistema no fuese más que un gigantesco timo piramidal que nadie se atreve a denunciar.
— Quizás lo sea, admite un servidor. – ¿Qué haces?
— Voy a salir.
— Ni se te ocurra. El perro Fiel está suelto.
— Tranquilo. Lo tengo controlado.
Pangur ha abierto la puerta y ha salido al jardín sin que servidor haya podido impedírselo. Se oyen ladridos, bufidos, ruido de objetos que se caen y de hojarasca que se remueve, signos de una huida azarosa, llena de cambios imprevisibles e inesperados saltos, y de una persecución constantemente quebrada. Más bufidos, más ladridos. Luego nada. Luego otra vez más ladridos. Finalmente se oye a Pangur decir a gritos:
— ¡Klaatu barada nikto!
Más ladridos.
— ¿Suñén?
Al final ha tenido que salir un servidor, atar al perro y ayudar a Pangur a bajar del guindo donde su pánico acaba siempre encontrando refugio. Yogur contempla la escena desde la ventana y, entre preocupado y curioso, vigila nuestro paseo de vuelta. En cuando servidor deja a su amo a salvo en el suelo de la cocina, se precipita a lamerle las orejas.
— ¿Qué era eso de Klatu… nosequenosecuantos?
— La clave de desactivación. En Ultimatum a la tierra funcionaba.
— Eso era en una película de 1951, Pangur, esta es otra época.
— Y otra película, dice apartando a Yogur y tomándose el pulso.
— Y otra película, efectivamente. ¿Estás bien?
— Sí, creo que sí. Gracias por rescatarme.
Posiblemente este futuro no es aquel futuro (aunque haya quienes, como el gato de un servidor, no acaben de enterarse) y no existen claves que desactiven la amenaza porque la amenaza es el negocio y el miedo su moneda. Eso explicaría esa insistencia en atajar nuestro pánico sin remediar nuestros temores. Al fin y al cabo el pánico no deja de ser el heroísmo de los débiles, una forma de arbitrariedad contra la que el ventajista, avaro y viejo miedo no puede nada.