Todo va bien. Hemos estado reflexionando hasta entrada la tarde. Incluso ahora seguimos reflexionando, aunque más despreocupados, distraídos con las tonterías de los gatos que han decidido refugiarse en el jardín, aprovechando nuestra ausencia (cuento dieciséis, todos convencidos de haberse escondido estupendamente). El temporal no parece haber dejado por aquí grandes daños. Un poco más de sol haría el día perfecto.
– ¿Decías algo?
Raquel llega con un cestito de rosas.
– No. Reflexionaba en voz alta.
– Muy bien.
– Pero ya me callo, no vayas a pensar que intento hacer campaña.
– Como quieras, cielo. – Mira qué rosas preciosas.
Sí que lo son. Raquel las deja en su despacho. Los bonsáis no tienen buen aspecto y en especial Sageretia theezans parece decidido a mustiarse. Podría levantarme y estudiarlo mejor, pero me quedo reflexionando un poco más. Raquel me imita abriendo mucho la boca y levantando los brazos todo lo que puede.
– ¿Cómo lo llevas, cielo?
– Regular. Creo que me apetece salir. ¿Y a ti?
– Igual sí.
Raquel, de espaldas a mí, hojea un libro cuyo título no alcanzo a ver. Una bandada de gaviotas de río cruza de un lado a otro de la ventana. Da la vuelta, se hincha. Durante un momento parece quieta en el aire; pero enseguida desaparece hacia el este. Ya no está. Sólo está Raquel.
– ¿No querías alcayatas para los cuadros del baño? Venga: te llevo al Carrefour, dice cerrando sonoramente el libro.
– Y unas velas, sí. Ve sacando el coche. Enseguida bajo.
El bonsái está efectivamente en las últimas. Si saliera el sol mañana podría dejarlo en el jardín, quizás eso lo reanimase. Apago la música. Tchaikovsky (aunque no lo crean): danza árabe. Mi hermano Luis me ha convencido de que vuelva a escucharlo. Es sólo melodía, y a ratos pura melodía. Pero el hombre no ha inventado aún nada más sorprendente que la melodía. Desde la ventana veo a Raquel: sentada en el interior del coche se repasa los labios frente al retrovisor. Apago las luces.
Hará buen tiempo y me pondré a escribir ese libro que vengo postergando desde hace meses. Lo pienso mientras Raquel conduce de vuelta (terminadas las compras) a Magaz de Abajo. Llevo en el bolsillo un recorte del Diario de León, un problema de ajedrez cuya errata me ha parecido graciosa porque el texto dice «negras juegan y ganan», pero las blancas no tienen rey. Miro el campo oscureciéndose, declinando la orquestación excesiva, obvia, de otras tierras más altas. No es esta región de alardes, y menos hoy, que descansa a la fuerza entre faena y faena. Alguna estrella se adivina ya, y se vería si las nubes (en realidad una finísima aguada celeste y gris) lo permitiesen. Creo que he visto una. Mi hijo Lucas dice que seis fotones son suficientes para percibir una estrella.
– ¿Reflexionas, Suñén?
Me había quedando mirando al cielo, frente al portón, con la llave en la mano.
– Ya casi no…
Sigue faltándonos un estadista capaz de pensar este país como los gobernantes alemanes piensan Alemania o los franceses Francia o los ingleses Inglaterra. Democracia parece la única palabra del discurso, no el comienzo. Y todavía no encontramos a un hombre o a una mujer capaz de compensar generalidades y diferencias, capaz de dibujar una política a largo plazo y de un lado a otro,.
– ¿Crees que mañana hará bueno?
– No sé. Sí.