Si preguntásemos a uno de esos ciudadanos corrientes a los que no representa nadie cuál es en este preciso momento su mayor deseo, este no sería el de desquitarse por lo padecido o vengarse de quienes han abusado de su mansedumbre desde que el mundo es mundo. No ha leído los mismos libros que sus atentísimos analistas y, por eso, se ha formado en la educación rural que obliga a vestir bien y a no considerar el pasado como algo que depende de la actitud de uno. Los que sí parecen desear el desquite son los otros, omnipresentes y omnívoros, que no han tolerado la democracia para que ahora, de repente, se les exija rendir cuentas.
Entre unos y otros el político media o tercia o se esconde, pero no deja de crecer ni de multiplicarse sin que sepamos muy bien cómo y porqué.
Generalizando y sin entrar en sutilezas dignas de mayor pretensión y mejor espacio, podríase aproximar una respuesta apelando a aquella afirmación de don Juan Benet en el sentido de que nada tiene de extraño que:
Tienen ustedes derecho a discrepar con don Juan y a afearme la cita. Pero les aseguro que si he traído a colación semejante discurso ha sido porque, de repente (vale decir: una vez agotada mi capacidad de reflexión y, por tanto, hallándome en el momento preciso y perfecto de sacar una conclusión incontestable) empecé a darme cuenta de que nuestros políticos tienen cara de no saber cómo arreglar las cosas. Ya sé que parece un juicio arbitrario o, al menos, visceral; pero la experiencia me ha enseñado que lo mejor que puede hacer un hombre que vuelve a nacer es confiar en sus primeras impresiones.
Ahora escucho a Elizabeth Cotten, y es tarde, por la noche, y hace tiempo que tengo mis conclusiones a remojo sabedor de que no es buena cosa soltar el mirlo según dicta el ingenio, siempre más oportunista que oportuno, pero aún así no puedo dejar de representarme esos rostros forzados, esas sonrisas de falsa seguridad y, lo que es peor, no puedo dejar, a la vista de semejante fantasmagoría, de sospechar más que seriamente que nuestros políticos no sólo no saben cómo van a sacarnos de este aprieto, sino que ni siquiera están seguros de tener el poder de hacerlo. Si tengo razón, y el traje les viene grande, lo que peligra es la revolución francesa. A servidor, que se radicaliza por momentos, le da por pensar a ratos si los partidos políticos no estarían mejor en el pasado que en un futuro que no parece desear esperarles.
— Ya te veo venir: el fin del mundo está cerca, me provoca Pangur.
Es a Pangur, otro omipresente y onívoro, al que le gusta la idea de un fin del mundo inminente porque tiene siete vidas y está convencido, sin duda erróneamente, de que en el desaguisado no gastará más que una o dos. Es como esa gente que al oír hablar de la terrible visita de quién sea o lo que sea que ande armagedoneando por aquí o por allá saca su dinero de la cartilla, por si acaso.
— Y se cambia de muda.
El invierno se acerca a gran velocidad. Lo sé porque de nuevo empiezan a dolerme las rodillas y porque esos pequeños bichitos (como mariquitas alargadas) rojos y negros (quizás son chinches) cuyo nombre científico he olvidado y que adornan el campo en todas partes como minúsculas máscaras africanas para entretenimiento de niños y fastidio de adultos comienzan a amontonarse en las mosquiteras y a formar pelotones en las esquinas más resguardadas. Lo sé por eso y porque lo asegura el calendario.
— Míralos, míralos, dice Raquel armada de un spray antimosquitos de cuya eficacia debería dudar.
Así que, una vez más, seremos pasto de crisis y atravesaremos lo que sea empobrecidos y convencidos de que los espíritus verdaderamente valerosos acaban encontrando la manera de perdonar. Un servidor no perdonará, pero no porque sea vil y de natural depresivo, sino porque es un ejercicio que nadie va a solicitarle. Olvidar sí, que para eso sirve escuchar a Elizabeth Cotten acabando la media botella de Zacapa centenario que se salvó del verano, y haber llegado a cierta edad; además perdonar es de vanidosos como traicionar de sumisos: rémoras de un orgullo siempre mal digerido. Servidor ignorará, como ignora a esas mariquitas del demonio que tanto irritan a Raquel.
Lo que no sabe servidor es de dónde sale esa falsa esperanza de que una vez que seamos considerablemente más pobres quienes son considerablemente más ricos habrán por fin enmendado todo aquello que nos amargó la vida hasta la indignación. Los neutrinos se han puesto a correr más deprisa que la luz, incluso más que Inés Sabanés, y los satélites empiezan a caerse sin control alguno: ¿porqué debería indignarnos un derecho laboral más o menos?
— ¿Lo ves? Eres tú el que está totalmente obsesionado con el fin del mundo.
— Nací un día once de un mes once del año cincuenta y seis del siglo pasado.
— Y 5 + 6 suman once. Lo tuyo es gravísimo.
— Y lo tuyo.
La tentación de reescribir el pasado es, hoy por hoy, tan fuerte entre los banqueros como entre los terroristas; reescribirlo hasta que el futuro no sea más que un mal recuerdo. Sin embargo deberíamos tomarnos un poco de tiempo, y concentrarnos en un poco de pensamiento útil, porque no puede ser que nos esté pasando esto a tanta gente. No puede ser que, sobre la misma base sobre la que se nos garantizó una vida posible se alce ahora un muro de responsabilidades tras el que se nos amenaza con precisión telescópica para que, de nuevo, confiemos en las instituciones y en esa legión inocente que las maneja, y sobre todo para que no nos indignemos y aceptemos la idea de una vida sencilla y más feliz. Pues servidor no va a dignarse a desindignarse ni a inindignarse ni a lo que sea que hace la gente cuando se le pasa el berrinche, sino a seguir en sus trece aún a riesgo de escandalizar a sus titas del pueblo.