Servidor lee los informes de los científicos, sobre los males de su planeta y las escasísimas posibilidades que le quedan de sobrevivir en su propio hogar, y le entran unas ganas irrefrenables de regresar a la infancia, cuando su máxima aspiración era la de ser ambidextro, o caballo, o caballo ambidextro, y acortarla lo más posible (básicamente saltarse la época durante la que se entregó, alevín, a la lectura de cuanto libro sin ilustrar caía en sus virginales manos) para ponerse a ganar grandes cantidades de dinero.
En un reciente comentario sobre la novela La voz del amo, de Stanislav Lem, Ignasi Franch cita una frase de su narrador a la que servidor no prestó, en su día, la misma clase de atención que ahora (aunque recuerda, o quiere recordar haberla anotado especularmente y con la mano izquierda en algún cuaderno perdido): «Cuando los primeros emisarios de la Tierra deambulen por la superficie de otros planetas, habrá otros hijos de nuestro globo terráqueo que estarán soñando no con este tipo de expediciones, sino con un trozo de pan».
Si hubiese ganado grandes cantidades de dinero, ahora podría paliar mínimamente esa injusticia, que (por pura lógica constructiva, es decir «del constructo») también hubiese contribuido a provocar, mediante alguna ocasional donación desgravable. Naturalmente, invertiría en tecnología de defensa antialinenígena. Pensaría servidor (y lo creería, porque los ricos, ajenos al arte de la dialéctica, luchan por su crédito y no por la verdad) que un planeta aniquilado por los invasores es más defendible (por humillante) que uno aniquilado por lugareños. La patria está por encima del hambre, pensaría (una frase con infinidad de variables siempre que mantenga la autoridad del sujeto por encima de la necesidad del objeto).
Tampoco compartiría servidor, si hubiese ganado grandes cantidades de dinero, su vida con el gato Pangur o con el perro Ovidio; si acaso «tendría» algunas mascotas. También una mujer espléndida a la que no querría y, en general, cosas de las que poder disfrutar desde una estética fundamentada en la comodidad no epicúrea, es decir en la posesión y en la jactancia. Servidor miraría de aumentar su riqueza desembarcando en otros planetas, preferiblemente habitados por una mano de obra barata. No sentiría la pena que ahora le da toda esa gente a la que nunca sonríe la mala suerte.
Por desgracia un día, leyendo una cosa, servidor comprendió que había algo profundamente equivocado en las ideas de producción, consumo y beneficio (algo corriente pero alienante, fundamentalista y sucio con lo que no quiere servidor cansarles ahora) y se olvidó de ganar grandes cantidades de dinero como quien olvida un comentario desafortunado en una buena conversación.
No sé quién dijo que somos esa gente contra la que papá y mamá nos advertían constantemente (desaseados charlatanes, minifalderas latiniparlas), pero en el caso de un servidor fue verdad durante mucho tiempo, y no sólo hasta que murieron sus padres. Los padres de un servidor, como los de la patria, dejaron su tutela a quienes habían sabido ganar ingentes cantidades de dinero y, en consecuencia, se sentían impelidos a protegerle de su mala cabeza. Dejar de fastidiarles el «constructo» no era una opción.
Hoy a servidor le sigue pasmando el exceso de vehemencia con que, al final, dejamos de hacer cualquier cosa que no sea esperar a que el destino nos asista de la predisposición gubernamental a arruinárnoslo.
— ¿Y tú qué piensas hacer? –quiere saber el gato Pangur que, con el tiempo, ha ido teniendo la edad de un servidor, y hasta la voz del amo.
— Cultivar rosas, como Sherlock Holmes.
— Y así los criminales caen, pero el crimen sobrevive…
— ¿Qué harías tú?
— Enviaría un mensaje a los extraterrestres pidiendo auxilio: «Socorro, estamos siendo invadidos por alienígenas autóctonos». Pero me temo que sería perder el tiempo.
— Estamos solos.
— Puedes apostar.