Cualquier estadístico (no cualquier estadista) sabe lo que es una inferencia bayesiana. Digamos, para entendernos, que nos permite hacer suposiciones altamente probables a partir de evidencias aparentemente insuficientes. El ejemplo clásico es el del hombre que se baja del tren en una ciudad desconocida y la primera parada de autobús que encuentra corresponde a la línea número doce. Las posibilidades de que haya llegado a una ciudad pequeña, de menos de veinte mil habitantes son muchísimo mayores que si ese número hubiese sido, por ejemplo, el doscientos trece.
El poeta Les Murray, uno de los 100 tesoros vivientes australianos, escribió en su día:
igual que el arte mediocre,
sabe a quién atribuir todas las culpas.
La política salvaje es esa que se defiende, a sí misma, entre poderes que, a menudo, la superan. Una práctica digna y difícil, pero también un juego que se desenvuelve en unos tiempos y mediante unas reglas que, por definición, lo excluyen a usted y a sus problemas. La política salvaje es, en suma, la vieja política desdivinizada.
Naturalmente siempre hay culpables, hay culpables para todo y para todos los gustos, hay culpables incluso de delitos inventados o nfermedades inexistentes. Pero, a veces, la política es tan salvaje, hace tan mal su trabajo, que comienzan a faltarle los culpables. Vean como hemos pasado (lean, antes, si quieren, este artículo de Alejandro Torrús sobre el asunto), con qué facilidad, de definir el delito de odio como «cualquier infracción penal donde la víctima, el local o el objetivo de la infracción se elija por su, real o percibida, conexión, simpatía, filiación, apoyo o pertenencia a un grupo que pueda estar basado en la raza, origen nacional o étnico, el idioma, el color, la religión, la edad, la minusvalía física o mental, la orientación sexual u otro factor similar, ya sean reales o supuestos» a aplicarlo a «incidentes» o «expresiones» tras los que pueda adivinarse mala uva, para entender que avanzamos hacia la identificación entre la protesta, el odio y el delito.
Es fácil odiar a este gobierno, por distintas razones; una de ellas, que culpabiliza a los ciudadanos de los males que contribuye a aumentar, incluso ha fantaseado ocasionalmente, servidor (tan infantil en la intimidad como cualquiera), con la posibilidad de hacerle daño; aunque nunca cometería una infracción penal contra él basándose en su religión, su minusvalía, etc… También es fácil de odiar porque aplicando la inferencia bayesiana al número de casos de corrupción protagonizados por miembros de su partido (más cercano a doscientos trece que a doce) se llega al convencimiento de que ha perpetuado una podredumbre estructural, contextual, histórica, de la que debimos haber salido hace décadas.
Un recuerdo.
Hoy (ayer o anteayer) andaba servidor en alguna de sus faenas y se acordó de un día en que, yendo de paseo con su padre, éste se detuvo a ver trabajar a un hombre que construía (de la nada, en medio de la nada) una especie de muro de cierre. Era un hombre mayor, de craneo canoso, como de emperador romano, de estatura media, fornido y, según los cánones de entonces, otros tiempos, no mal tallado.
— Mira cómo trabaja ese hombre. Es metódico, constante, disciplinado.
Servidor escuchaba esas expresiones, vagamente desconocidas, y aprendía su aplicación, y su significado moral y comprendía que la admiración que suscitaba la presencia de tales cualidades en aquel hombre se debía, en buena parte, al hecho de que no trabajaba para sí mismo, pero también a una condición no expresa que parecía asimilarlo a las bestias. Era el ayudante de Anselmo. Anselmo no tenía una profesión concreta (mejor dicho: la profesión de Anselmo no tenía entonces un nombre definido, como no lo tenía el contexto, aunque lo tendría más tarde), quizás comenzó siendo escayolista, o pocero, pero entonces era ese al que llamabas para lo que fuere cuando fuere y acudía con uno o dos, o tres hombres como aquel para el que papá reclamaba ese día la atención de un servidor.
— Fíjate, fíjate cómo ha escogido la herramienta en función de la actividad y cómo minimiza el esfuerzo sin escatimarlo.
Servidor comprendía que un buen trabajador es un objeto admirable.
Un perro, un mastín negro, mezclado, inmaduro, lo acompañaba. Tumbado a su lado intentaba, de cuando en vez, iniciar algún juego que el hombre no conocía. Se le acercaba, hincaba en tierra las manos y ladraba, una vez, dos. Luego volvía a tumbarse a roer algún palo a una distancia prudente. Servidor, en su cabeza, inventó un nombre para él.
— ¿Por qué está tan triste?
— Eso no es de nuestra incumbencia. Él sabrá con sus culpas.
Hasta servidor, el niño, percibía aquella tristeza (que su padre acababa de intentar teñir de otra cosa) con la misma claridad meridiana con la que percibe ahora el desinterés de sus lectores. Pero aún tardaría algunos años en comprender por qué era tratada como un pecado, el contexto, la historia.
La impotencia ante lo que se resiste a cambiar.
La política salvaje sabe a quien atribuir todas las culpas, pero a este gobierno (¿o debería decir “sistema”?) se le empiezan a terminar los candidatos fuera de su propio entorno. Los motivos son mútiples y desiguales, pero como muestra bastan esas vergonzosas listas en posesión de los jueces en las que alguien contabilizó entregas de dinero emparejando cifras a iniciales o nombres más o menos reconocibles, entre ellos el de M. Rajoy. ¿Cuántos M. Rajoy, o P.A.C., o Fund. puede haber? Muchos. Vale. ¿Y qué ocurre cuando no sólo todas las siglas tienen un equivalente verosímil en el mundo real sino que, además, se corresponden (contexto, historia) con empresas dedicadas a la actividad concreta y a personas en ejercicio de la responsabilidad necesaria en el momento justo y adscritas al partido político en entredicho? La justicia tendrá que hacer su trabajo, pero las matemáticas han hecho el suyo y servidor ya conoce, gracias al ministro presbiteriano Thomas B., el tamaño de la tristeza del país en el que vive.