La cuestión es sencilla si uno se ciñe al decoro: ¿se separaría Cataluña de una España democrática, federalista, republicana y plural?, ¿o sólo de esta, empecinada en anclarse a modelos no por peligrosamente emergentes menos condenados al fracaso. La pregunta, que nadie se hace, es, en suma, de qué España quiere separarse Cataluña (y, ¡ojo!, de qué se sentiría legítimamente parte).
A nadie se le escapa que en este país tenemos un problema derivado del excesivo crédito popular que el fascismo mantiene no se sabe bien por qué. Sin embargo, nada le impide a nadie ser fascista en un estado federal (véase América de Arriba) o republicano (véase Alemania), nada le impide a nadie ser fascista en ausencia de monarquía (véase Brasil), nadie le impide a nadie ser fascista y laico, o incluso fascista y cristiano. Los fascistas deberían sentirse muy tranquilos, ya que pueden seguir siendo fascistas casi bajo cualquier régimen imaginable (incluido el comunista), así que: ¿qué defienden exactamente?
— ¿Su dinero?
El dinero fascista es igualmente válido bajo un régimen republicano, democrático y plural. El dinero no es el problema. Quizás el mando, el mando es ya un asunto más complicado. Pero seguramente no sea tampoco el mando, seguramente sea específicamente el abuso. A los fascista les asusta ser desenmascarados y que, de repente, todo el mundo comprenda que ni son tan blancos, ni son tan superiores, ni sus propiedades son tan legítimas; ni tienen, desde luego, a ningún dios a la espalda bendiciendo lo que sea que les apetezca hacer en un momento dado. Les asusta ser uno más, perder esa patente de corso que creen merecer por haber nacido.
Supongamos que Cataluña sí quiere pertenecer a un estado republicano, igualitario, laico y democrático. ¿Ganaríamos algo los demás, el resto de España? No nos libraríamos de los fascistas, eso está claro, ni de los malos gobiernos (véanse Francia o Italia). Nos libraríamos del Rey, eso sí. Saldríamos ganando eso y quizás, quizás (en el caso de que fuésemos capaces de llegar a un acuerdo claro sobre el tipo de república que queremos) que la Constitución nos ampare, en vez de condenarnos a una legalidad injusta, cuando no corrupta.
Supongamos que podemos librarnos de la herencia franquista, reconciliarnos con la historia libre de mistificaciones (asumirla) y sentirnos diseñadores de nuestro propio sistema de gobierno. Quizás, incluso (si fuésemos más hábiles de lo que hemos venido siendo hasta hoy) ser dueños de nuestro sistema de gobierno. Tendríamos que convencer a las abuelas de Magaz de Abajo de que no tener rey no nos condena al infierno y a los Catalanes de que no todo lo que quieren pueden lograrlo solos. Nada que no se arregle con algo de cariño y un poco más de paciencia.
Supongamos (imagínenselo) que tomamos las riendas del futuro con la vista en el progreso, la ciencia, el humanismo y el decoro. ¿Qué podría salir mal?
— ¿Todo?
— ¿Qué podría empeorar?
— Nada.
Nos haría falta otra cosa: que eso de que somos un pueblo soberano que toma sus propias decisiones sin dejarse engañar fuese cierto, y también entender de una vez y para siempre que para caminar juntos es más útil tener una buena conversación que marcar el paso. Imaginen.