Escribe servidor estas líneas entre adormecido y mecido por un vaso de Peinado de 20 que se mantiene caliente gracias a un gran regalo de mi cuñada: el Hot Cubby, un brazalete que se ciñe al vaso, se conecta al puerto USB del ordenador y conserva la temperatura de la copa.
Nuestro presidente, que es Bush, aunque sólo lo elijan en América de Arriba, acaba de dar un discurso que demuestra que es posible la arenga inmoral. Los aplausos que ha arrancado han sido de lealtad apriorística. También el presidente ha hablado del cambio climático, y de nuevas tecnologías, lo que significa que se aproximan malos tiempos. Los más patriotas le echarán la culpa a los chinos. Bueno no: todos le echarán la culpa a los chinos.
La segunda noticia del mes (la primera será la cena Aznar-Gadafi) podría ser el frío. El discurso resultaría la tercera (así que lo del ministro israelí acosador pasa al cuarto lugar), a pesar de lo cual la expresión de moda de este año será «violencia sectaria». Es mala cosa adjetivar así. ¿Qué será lo siguiente? ¿Violencia ecuménica?
— ¡Violencia ecuménica!, dice Raquel, que hoy no cenaba en casa y ha llegado al final del discurso.
— ¿Qué tal tu catarro?
— No me beses.
Se va a dormir y se quedo servidor a redactar estas líneas en compañía de la radio y de su copa a la temperatura ideal que tiene el color de la paleta del Velázquez más juvenil y el aroma de aquellos rosarios de abuelita hechos con pétalos de rosa, y así se entera de la muerte de Kapuscinski, uno de los últimos resistentes. Pensando en él le da por acordarse de que siendo un niño, un año, los Reyes Magos le trajeron a un servidor el juguete que quería. No una imitación, ni un consuelo, que era lo habitual: el que quería. Era una plancha rectangular inclinada en cuya parte más alta y posados en los extremos de una estructura metálica similar a la de un pequeño paraguas, cuatro aviones de plástico giraban esquivando unas canicas que, en la parte inferior, un cañoncito de muelle les lanzaba cada vez que servidor presionaba un botón. Las paredes laterales y un fondo ligeramente inclinado hacían confluir en un embudo las balas que iban cayendo, devolviéndolas al cargador. En dos días lo dominaba a la perfección y podía tumbar a los cuatro aviones con sólo cuatro tiros certeros. Al tercer día el juguete desapareció.
Claro que preguntó servidor por él, y su padre le dijo que lo había llevado a arreglar. No se preocupó más ni expresó curiosidad alguna servidor por el motivo de la avería (y si lo hizo no obtuvo respuesta que recuerde), pero a la semana siguiente preguntó de nuevo, y de nuevo a la siguiente y de nuevo a la otra. Finalmente (pasado un año) su madre le informó secamente de que el juguete no volvería: el padre de un servidor se lo había regalado al hijo de su jefe.
— Un compromiso, dijo.
Fue la primera vez que servidor se sintió tratado como un adulto, y también fue el momento en que supo lo que es la vida (aunque no pudo verbalizarlo hasta más tarde): el padre que da y que quita. Y le costó mucho, decenios, mucho, redefinir la palabra «compromiso» a un servidor hasta llegar a usarla sin pensar en aquello. La definición de «compromiso» de Bush parece la misma que la del padre de un servidor, lo que le da un poco de miedo y le confirma lo que siempre ha sospechado: hay gente que sabe morirse en el momento oportuno. No cree servidor que Kapuscinski y Bush pudiesen habitar en el mismo mundo, y si además es un mundo en que Gadafi y Aznar quedan a cenar, menos.
Quizás el Hot Cubby añada alguna rara cualidad a la bebida, porque servidor va notando como algunos síntomas terceros opacan los del medicamento que opacan los del virus; aunque el miedo sigue ahí.