Ya está escrito, con pulso ejemplar, modélico, sobre el aliento de la razón y en el espejo de la historia, que el día 11 de febrero del año 2011 en Egipto no durmió nadie. Ahora es preciso encontrar soportes más duraderos, sólidos, para un sueño sin sobresaltos.
Aunque la intervención del gobierno de un Estado por los militares parecería, por definición, nefasta, la experiencia nos muestra algunas excepciones (pocas) que, en el caso de Egipto, bien podrían citarse para justificar que la ilusión, más que la prudencia, reclame hoy a nuestros corazones su dosis de esperanza.
Es cierto que los militares no son gobernantes vocacionales y que su capacidad de gestión, educada para la guerra, no es precisamente la que la democracia reclama. Como es cierto, también, que, al amparo de una cadena de mando acostumbrada a no hacer preguntas y menos aún a responderlas, la corrupción puede llegar a sentirse tan sus anchas que acabe por encontrar un camino ideológico hacia la represión más feroz; por eso es importante que sepamos de inmediato «quién», «durante cuánto tiempo» y «para qué».
El pueblo egipcio ha deseado creer en la honorabilidad de su ejército mientras, por una vez, Indiana Johns ha dejado que la diplomacia de los más fuertes actúe sin agresividad, se ejerza sin prepotencia; y los medios, conocedores de las alianzas en juego, han tomado partido por la revuelta sin histerismos innecesarios. Imaginemos, por una vez, que hemos asistido al primer paso de un animal enorme, imparable y doméstico. Imaginemos que no ha ocurrido nada que no sea justo y normal. Imaginemos que el ser humano es más que mano de obra barata y que ninguna empresa funcionará jamás sin negociar con él, sin pertenecerle. Imaginémoslo por un momento y disfrutemos ese momento porque mañana puede haber sido barrido por la ceguera más irracional y cruel. Ya lo sabemos.
Los acontecimientos se han sucedido de forma tal que se dirían planeados por un pensador de mitos: un anónimo mártir, un eficaz sistema de comunicación (y quien no vea eso, no ha visto nada), un grito colectivo y singular…
Asumiendo que no será Suleimán, cuya expresión, ayer, anunciando la retirada de Mubarak, era difícil no comparar con la de Arias Navarro anunciando la muerte de Franco, quien ofenda el valor de la inteligencia de un pueblo decidido a protagonizar su destino, y si la lección ha de ser completa -y ha de serlo- el proceso debería desarrollarse con serenidad hasta su buen término (asumiendo, también, que el fantasma del islamismo radical no es sino eso, la última boqueada de un régimen definitivamente desobedecido) más pronto que tarde y bajo el mandato irrenunciable de ese colectivo singular que desde la noche de El Cairo susurra al oído de la civilización un secreto victoriosamente desvelado: el destino es lo que pasa.
No somos pocos los que cruzamos los dedos por que Egipto, que estos días ha sido metáfora de las expectativas de muchos, recupere, gracias al ejemplar ejercicio de la suya, la dignidad de todos. Porque el destino es lo que pasa, sí, pero lo que pasa nos pertenece.