Me he pasado todo el año preocupado por mi manera, tal vez poco eficaz, de hacer el vago; así que finalmente me armé de valor y me apunté a un «Máster de ocupación racional del ocio» (hoy hemos dado Eyaculatio praecox) y la verdad es que funciona porque me está empezando a sobrar mucho el tiempo. La idea es utilizar todo ese margen que la vida exhibe de una forma lo suficientemente inútil pero productiva, sin desperdiciarlo por desperdiciar. Y había pensado en escribir un libro; pero el otro día estuve comiendo (en uno de esos restaurantes de comida rápida) con un par de intelectuales (escritores de éxito) y a uno le faltaba un botón de la bocamanga derecha y el otro llevaba la misma americana con la que le conocí hará ya más de quince años. Parece que el éxito editorial no garantiza el asueto preciso para ocuparse de los detalles.
Claro que eran novelistas. «Quizás los poetas estén mejor desocupados», pensé, «y puedan enseñarme algo». Pero los poetas, como algunos aficionados al fútbol que ante la inutilidad de su empeño ganador y la evidencia de la inferioridad de su equipo, vuelcan sus fantasías en el odio al contrario, odian juntos, que es cosa que une por encima de cualquier diferencia, pero compromete y obliga. He visto poetas (y no sólo de esos que crea la Internet con facilidad de prestidigitador, sino de los audaces y bien letrados) odiar juntos como crías de araña durante horas y horas sin embargo de ser más que incapaces de leerse unos a otros sin demandarse por plagio y difamación en todas las direcciones y combinaciones posibles. Servidor leyó una vez un verso suyo en los evangelios apócrifos y ni se le pasó por la cabeza denunciar a Ezequías. Demasiado trabajo para tan poca fortuna.
Podría hacerme informático. No se me da mal. Pero la opción de encerrarme a jugar en línea a World of Warcraft con lejanos y avezados jugadores desconocidos o a mirar series de culto japonesas se me hace, también, excesivamente trabajosa. No tengo ganas de teclear al albur día y noche, ni de aprender klingon. Además, servidor quiere hacer el vago en libertad, con plena conciencia de su constancia y, a ser posible, a plena luz del día.
Venía pensando eso (y cosas aún más profundas, pero que ya he olvidado) en el taxi que me traía desde el Máster a casa y he llegado a la conclusión, mientras contemplaba el injustamente desatendido atardecer madrileño y escuchaba (¡sorpresa!) una canción de Peter Hammill por la radio del coche, de que me borro (no me devolverán el dinero, pero tampoco me sacarán más). Voy a emplear mi tiempo, el mío remío, en hacer nada (o, al menos, nada que sea susceptible de ser tema de un Máster) pero de verdad. Y además pienso tardar todo lo que quiera.
– No sabes lo que me alegro.
– Oye Raquel, ¿cepillar al gato es «tiempo libre»?
– No.
– Sí, dice Pangur.
Para Pangur sólo hay tiempo libre, vida fácil y ventanas altas; no tiene mérito porque su despreocupación es genética. Pero los seres humanos sabemos que la vida hay que desperdiciarla con criterio y no al buen tuntún, que hacer el vago no es tan fácil, que hacer el vago no es una cuestión de ideología. Ya sé: me voy a hacer lector.
– Suñén, tú ya eres lector.
– Mejor, menos esfuerzo.