Parece ser que han descubierto que el gusano prefiere el sexo a comer. Y parece ser también que los científicos extraen de semejante observación algún tipo de enseñanza práctica que a servidor se le escapa. No es que a servidor le preocupen las peculiaridades del gusano en el sentido que sea, pero sí le han dado para divagar mientras sofreía en una cacerola media docena de gambones que, acompañados de unas judías blancas de La Bañeza, iba a cenarse con Raquel antes de dar por concluido, junto al fuego, un domingo normal y corriente sólo que más largo y lluvioso.
Por un lado, a servidor las ventajas del sexo como método de reproducción, con respecto a, por ejemplo, autodivirse, le parecen obvias; y, por otro, no está seguro de que (aún a riesgo de morir de inanición) su elección no fuese la misma teniendo en cuenta lo aburrido de una dieta limitada a hojas de morera o raicillas, o tierra (para los gusanos privilegiados, porque si hablamos de larvas de Sarcophagidae o de lombrices intestinales la cosa empeora mucho). Huelga decir que el sexo entre gusanos tampoco debe de ser algo particularmente significativo, sino más bien semejante (o así se lo ha representado servidor mientras volcaba en la cacerola las alubias ya hervidas) al practicado por los Bouvary en Yonville. A los curiosos les interesará saber que el objeto de estudio es Caenorhabditis elegans, un nematodo rabdítido que le ha procurado el Premio Nobel a más de uno y cuya población es hermafrodita a excepción de un 0,05% de machos.
Da igual. Lo que pensaba servidor es que si el gusano no desperdiciaba la posibilidad de reproducirse sería porque algo en él le obligaba a anteponer la especie al individuo, cosa que los seres humanos hacemos muy rara vez, pero tras meditarlo más despacio (ya durante el breve rehervir que exige el guiso) se pregunta si no serán otras sus motivaciones.
Parte de un escasísimo 0,05%, C. elegans alfa debe ser de alguna forma elemental consciente de que en la carrera evolutiva es un bolchevique que lleva a priori las de perder si no se esfuerza en ser útil, un Rodolphe Boulanger de laboratorio, por continuar con la comparación flaubertiana. Desde su irracional y por tanto luminoso punto de vista, pasar a la historia es mejor que vivir: «si el futuro te tortura, al menos no dejes que el pasado te encadene», salmodia el gusano. Además hay que señalar que el susodicho emplea sólo dos neuronas para actuar como actúa, demostrando una vez más la asombrosa semejanza con los machos humanos que lo ha convertido en un importante modelo de estudio científico (y puede que literario, a partir de hoy), lo cual, barrunta servidor, debe ser injustamente estresante para un organismo que no alcanza las mil células, pero cuya existencia (obediente y alternativamente limitada a la comida y al sexo) es observada al microscopio y cuidadosamente registrada en gruesas libretas numeradas del uno al dos.
— ¿Tinto o blanco?, pregunta sonriente Raquel dejando dos botellas sobre la encimera: un verdejo Ossian Capitel, de 2014, y un mencía Hombros, de 2008.
— De momento Ossian, responde servidor dejándose llevar por su deriva literaria y sopesando la posibilidad de que las dos botellas hayan caído al final de la velada.
— Voy a poner música.
Les parecerá una tontería, pero descendiendo la estrecha escalera que conduce a la bodega al compás de «Je suis décadente», de Brigitte Fontaine, con la cacerola entre las manos y una botella bajo cada brazo, servidor no puede dejar de disfrutar secretamente y al mismo tiempo de la lluvia que sigue cayendo afuera y de su condición de primate evolucionado.