Confirman los escasos sabios que el Universo es uniforme y no tiene dirección. Servidor no lo niega, pero sí puede confirmarles a ustedes que a pequeña escala (nuestras breves vidas y lo que en ellas pasa) no es así; quizá porque sabernos (todos y cada uno) incrustados en el borde mismo de esa monstruosidad sin ambición, nos confunde y nos hace creer que vamos a alguna parte y que tenemos historia como tenemos miedo.
La historia, que no es más que una interpretación ideológica de la memoria, no es el pasado. Una buena parte del presente es memoria, eso es seguro, pero nadie vive en la historia por más que a los regímenes totalitarios les haya convenido siempre fomentar tal ficción: simulación del linaje, legitimación del abuso.
Por eso a servidor le interesa (la ve desde cierto infantil entusiasmo) esa serie española televisiva llamada «El ministerio del tiempo», irónica y poco leal metáfora de la España eterna creada por Pablo y Javier Olivares en la que un grupo de «funcionarios» provenientes de distintas épocas viaja a través del tiempo evitando que la historia que conocemos, la «oficial», pueda ser manipulada con intenciones económicas, políticas o afectivas.
La historia, no los hechos (que lo son), cambia más a menudo de lo que creemos. El arte, por ejemplo, está acostumbrado a ver cómo, de cuando en cuando, alguna de sus producciones modifica retroactivamente su devenir. «Nuestro pasado es imprevisible», bromeaban (¿bromeaban?) los ciudadanos de la antigua Unión Soviética tras la caída del muro de Berlín.
Una buena decisión de los guionistas de la serie de marras es que ninguna de las puertas a disposición de «la patrulla» de al futuro. Al futuro no se puede viajar; lo que es coherente con la idea de que habitamos el borde mismo de lo real, ese desde más allá del cual, sencillamente, nada viene. Nada nos «espera» en el futuro por la razón incontestable de que, así como el pasado es una reconstrucción, el futuro es una construcción.
¿Tendrá el Ministerio del Tiempo en plantilla a Felipe González? Que un ex presidente sabotee la convivencia de su propio partido político para salvar a sus «privilegiados» de la imprevisibilidad que se avecina, podría hacernos pensar que sí, y si una buena parte del PSOE piensa que tras ser conducidos a la ruina por Felipe González van ser ahora rescatados por Felipe González, a lo mejor es que Felipe González no es el único que viene, como Pacino, de la década de los 80 a poner orden a su manera.
Servidor se siente atrapado en un bucle neoliberal.
El neoliberalismo no construye futuro, y no le importa un ápice el presente (su lema, como el de Rajoy, es aquel «siempre mañana y nunca mañanamos» del que ya se quejase Lope de Vega) porque su negocio se sustenta en la permanente reconstrucción de la destrucción provocada por su negocio.
El episodio favorito de servidor era aquel en el que la patrulla debe evitar la muerte prematura del Cid Campeador, pero al llegar a su destino descubren con sorpresa que no existe tal amenaza, y que todo transcurre como dicta la historia ya que, en su día, el funcionario responsable de la muerte accidental del héroe, ha decidido sacrificarse por la patria y, en un alarde de profesionalidad sobrecogedor, sustituirlo. La patrulla se da cuenta porque el comportamiento de éste responde con demasiada fidelidad al de su personaje literario, pero no pueden delatarlo sin traicionar la esencia de su servicio público. El personaje es doblemente dramático, pues no sólo asume la vida de otro, sino que volverá a hacerlo una y otra vez cada vez que el tiempo llegue al punto en que Charlton Heston pide ayuda a Menéndez Pidal.
En fin, que no es cierto que a Felipe González le mueva, como no mueve a otros, el deseo de desbloquear una situación de desgobierno que perjudica al país, sino el de ganar después de muerto la batalla por la España eterna, que tanto ha hecho por oportunistas y cortesanos, contra un puñado de atolondrados villanos decididos a cambiar el curso de la historia y, con él, unas reglas de juego que protegen el trapicheo, fomentan el enriquecimiento de unos pocos a costa del bienestar de muchos y, sobre todo, garantizan un linaje a prueba de revisiones. Eso es el régimen del 78: el pasado negándose a serlo.