El problema de la llamada nueva política (un término que tiene los días contados) es que coloca, muy pronto, a la gente que desea creer en la posibilidad de una transformación real, de un cambio real, en la tesitura de ser polilla. Puede parecer indeseable, inoportuno y hasta poco certero dicho así, pero empieza a ser demasiada la cantidad de gente que se acercó para ayudar, para «sumar», para aportar lo que fuere a la construcción, aquí o allá, de la casa común y se encontró, una vez acabado el edificio, a sí misma rebotando una y otra vez contra unos ventanales al otro lado de los cuales se fraguaba un guiso hermético.
No me refiero a esos que, con distinta suerte, se lanzaron motu proprio a quemarse en el arranque de una organización inexperta y prometedora (esos sabían que ser nuevo político sería tan complicado como serlo viejo, y también que en política puede estarse de muchas formas) sino a quienes fueron convocados y, de buena fe (una pequeña multitud cuya existencia demostraba que el espacio a ocupar no era sin más el de la izquierda conocida), respondieron a esa llamada ilusionante para verse enseguida amenazados por el riesgo de estar siendo tan sólo una oportuna coartada.
En tal sentido, llegados a ese punto al que no se debió de haber llegado, las últimas votaciones en Podemos eran esperadas y necesarias para apagar zumbidos, redefinir y despejar el tajo al que reincorporarse, y reiniciar un espacio que debería presumir de fluidez y pluralidad, pero que estaba cerrado desde el interior, ensimismado en su propiedad.
Una votación, sin embargo, no es una guerra, de modo que el más votado no obtiene derechos de vencedor sino un porcentaje suficiente de apoyos como para ganarse el trabajo de gestionar el equilibrio (la unidad en la diferencia) a través de una confianza sancionada, no sentenciada, por la aritmética, no ciega. Una confianza cuya fortaleza, naturalmente, dependerá de la capacidad de quien la recibe para escuchar a los otros, a los que no vencieron (que son muchos).
Cuando se gana por el sesenta por ciento (por ejemplo) es prudente admitir que se tiene alrededor una minoría demasiado grande para ignorarla. De otro modo (es decir, aplicando un criterio estrictamente bélico) uno condena a su formación a copiar el esquema de gobierno del sistema contra el que lucha, convirtiendo la colaboración leal de los buenos perdedores (que son muchos) en decepción, oposición o resistencia, según el caso.
No se puede escoger, sin más, entre Agamenón y Aquiles; aunque, quizás, si los griegos hubiesen sido de Podemos, jamás habrían tomado Troya. Es broma.
Lo que no es broma es que don Manuel Monereo, hombre al que tengo que respetar por muchos motivos, ha dicho hace unos días que Íñigo Errejón debería de reconocer que es una minoría en Podemos. La afirmación no deja de ser una obviedad, pero si implica que toda minoría es una nimiedad, y que debe conformarse con algún cómodo y oscuro exilio, ¿qué hacemos aquellos que (desde una reflexión no siempre exenta de contradicciones, concesiones o dudas) optamos por formar parte del cuarenta por ciento? ¿Y qué tienen entonces que reconocer Teresa Rodríguez o Miguel Urbán, y cómo se ha de comportar Podemos, en el contexto político tras las últimas elecciones generales, habida cuenta de su porcentaje?
Una cosa es la mayoría absoluta y otra la mayoría absolutista. Dicho lo cual, que ya sabíamos, por lo que a Podemos se refiere el país puede estar más relajado, algunas comunidades más esperanzadas que otras y el Bierzo, donde no ha pasado nada de nada (porque pablistas y errejonistas fueron aquí consecuencia, no causa de la disputa) seguir igual que antes: controlado por WhatsApp y sin derecho, según parece, a un órgano comarcal reconocido; como si allí donde hay poderes políticos específicos y se ejercen violencias concretas contra el bien común, careciese de lógica destacar políticas coordinadas; como si alguna ley (¿la del mínimo esfuerzo?) nos condenase a vivir sólo de niebla y de mantras electorales.
Claro que, quizás, el Bierzo debería de reconocer también que es una minoría y dar un paso atrás, y apolillarse.