El Universo, lo sabemos, no es una obra en construcción que algún día llegaremos, por la gracia de dios y tal, a ver gozosamente completa, sino una explosión irracional que acabará, más pronto que tarde en términos astronómicos, disuelta en la intrascendencia.
Vivimos pues en el interior de una gigantesca bomba, una que ha dado para muchas vidas en general discretas, pocas para un temario y menos, muchísimas menos dignas de más memoria, pero que no dará ni para siempre ni para más.
Quizás, incluso, estamos todos (aquí, allí, allá) del lado equivocado del universo esperando a que un agujero negro nos transporte a la realidad verdadera, al reverso perfecto.
Y, sin embargo, aquí estoy intentando reparar un viejo teléfono, pelando finos cables, trenzando frágiles empalmes con torpes herramientas, ayudado tan solo por dos pares de gafas: uno sobre otro. Si en lugar de un teléfono fuese un juguete parecería un personaje de Dickens. Ni siquiera necesito para nada el maldito teléfono de pared en estos tiempos de comunicaciones inalámbricas y terminales portátiles (no estoy contándoles esto al oído); pero…
Pero, un prurito de buen hacer parece que me obliga. Quizás sea sólo ese prurito el que me diferencia de los adocenados mármoles del Partenón o las apenas sensitivas magnolias que duermen en el jardín más secreto del mundo su última siesta larga. Un prurito que me empuja a hacer las cosas que sí necesito hacer igual de bien que las que no; a no culpar a terceros o a no perder los nervios ante la natural adversidad que implica vivir en medio de una explosión de tamaño y violencia inimaginables.
No puedo culpar a quienes se preguntan por su singularidad y fantasean sobre otras vidas como las suyas más allá de terror del espacio vacío. ¿Habrá otras vidas ahí fuera? ¿Repararán viejos teléfonos incapaces de atender a esta como a muchas otras preguntas? ¿Y más allá de la vida, habrá, de haber alguna cosa, también ocupaciones puramente inútiles, capaces de trascender la trascendencia? ¿Será allí como aquí, como allá? A lo mejor allá no tienen tradiciones y, en consecuencia, han evolucionado sin allí y ya son más que humanos, o a lo mejor aquí, gracias a nuestras tradiciones, no hemos llegado a serlo realmente, por mucho que nos consideremos el alfa y el omega de nuestras ambiciones.
Aquí, en medio de una explosión condenada a extinguirse de manera inversamente proporcional a su expansión, mantenemos la creencia de que todo en nuestras vidas depende de un eterno afán o de un perfecto ciclo circular, recurrente que, a su vez, se genera en un planeta de triste historia que órbita una estrella enana cuyo nombre no podría competir con los adjudicados por la ficción a sus creaciones. Una estrella cuya vida, por cierto, carece de interés. Pero ese es el pequeño mundo en el que vivimos unas vidas que no alcanzan más de cien años, con suerte. Sería inteligente no aplicar a ese pequeño margen criterios galácticos; porque si advertimos el peso de las palabras que componían la oración anterior, reconoceremos enseguida que las más grandes no son las más pesadas, que las más inspiradas no son que más nos inquietan.
Creo que el descubrimiento del cosmos, el acceso a su inmensidad, no nos ha hecho más grandes sino pequeños y oscuramente acomplejados, peligrosos dependientes de alguna pieza exterior que repare un mecanismo al que no tendría por qué fallarle y menos faltarle alguna, pero con cuyo funcionamiento no estamos ganando gran cosa. Es cierto que, frente a la inabarcable duración de la explosión que nos cobija, cualquier pasado individual es un cristal de nieve, invisible y brevísimo sobre la ventana de lo infinitamente divisible.
La ficción –de la vida, del humano linaje, de la cultura– amplia ese territorio, convierte ese cajón de recuerdos individuales en un teatro monumental y a nuestro modesto pasado lo transmuta en una representación cuyo comienzo no alcanzamos y cuyo final es asombrosamente innumerable.
Y si ya no es la última frase, sino todo el discurso el que es dicho por la memoria, el que emerge de la ficción de la vida, del humano linaje, de la cultura, quizás, solo quizás, seamos tan eternos como nuestra propia imaginación y en una vida quepa todo el Big Bang. A eso lo llamaría liberalismo emocional, transcendentalismo capitalista; lo que quieran.
Cuando jugaba al ajedrez (ahora cuido jardines) solía perder pocas veces –aunque las suficientes como para no haberme considerado nunca un maestro– y siempre solía ser por el mismo motivo: preferir la belleza a la eficacia.
— ¿Y por qué no ambas cosas?
— Bueno, verás, Pangur… Cuando digo que prefería la belleza a la eficacia no digo que no quisiera ser eficaz, sino que quería ser eficaz sin arruinar la verdadera razón del juego.
— ¡La belleza!
— Eso es. Gato listo.
He vivido la belleza de una época asombrosa desde el privilegio de un pasado adquirido que hace de Homero, de Safo, de Shakespeare, de Bach, de Mandeville, de Velázquez, de Marx, de Luxemburgo, de Einstein o… de Groucho gente real, gente con la que conversar, decidir, convivir y, sobre todo, descuerar torquemadas.
No es una buena idea hacer listas, aunque sean puramente ejemplares, aproximativas, porque alguien, siempre, podrá oponer la suya y mencionar al Cid, a Carlo Magno, a Catalina, a Napoleón etc…
Y aunque no percibo belleza en la grandeza militar –solo fuerza, eficacia mostrenca– sí, sí, también están en mi lista, también son parte de esa herencia que convierte mi insignificante pasado en un universo. Mi pasado no es mi memoria del mismo modo que ni uno ni otra son mi opinión, mi opinión soy yo: hijo de un matrimonio más o menos bien avenido, a veces enamorado hasta la desatención, a veces separado, a ratos peleado y raras veces filicida.
Si esa memoria que guardo y a la que llamo por mi nombre no conduce al beneficio general, si esa construcción no nos cobija, entonces nada nos cobija, entonces nuestros recuerdos son un chiste malo y nuestras ideas una forma de escapar a la mediocridad de la metralla.
He cruzado, y soy muy consciente de ello, una de las épocas más divertidas de la historia y, quizás, una de las más libres. Siendo lo bastante joven para soportarlo viví (no entraré en detalles) en primera línea la revolución política, la sexual y la psicológica (psicodélica, perdón). ¡Simultáneamente! No creo, de verdad, que haya habido una generación más afortunada en la historia. Además, sobreviví al éxito en mi juventud y al fracaso en mi edad adulta. En la vejez, dos cosas he querido mantener dentro de esa membrana que contiene lo que sea que otros ven cuando me ven: el mal carácter y la atracción por la belleza. No hace mucho que le escuché a un querido director de cine definirlo mejor: la desobediencia y el placer. No son ideas que le vuelvan a uno mejor, es un lugar a donde a uno le llevan la razón y el compromiso dentro de esta minúscula burbuja de su cabeza de ustedes que viaja a velocidades insólitas en el interior de una burbuja con teléfono que viaja a velocidades insólitas en el interior de una explosión absolutamente incontrolable.
También fui testigo del fracaso de un siglo; aunque eso lo hicieron los que tenían razón, los eficaces. Feliz año.