Lleva ahí todo el verano, pero sólo Pangur se ha dado cuenta. Desde el primer día se empeñaba en saltar tras los sofás de la bodeguita y meter las narices bajo el fregadero, y hasta en el cubo de la basura. Por eso lo hemos llamado Nepy, porque aunque no podíamos observarlo directamente, acabamos deduciendo su existencia a partir de la perturbación que ejerce en el gato, muy superior a la que ejerce, por ejemplo, una lata de berberecho gallego extra. O sea: por Neptuno, el planeta.
– Podías habernos dicho lo del ratón.
– ¿Yo? Si tampoco lo he visto, se defiende Pangur. – Deduzco su existencia de la desaparición total o parcial de algunas golosinas que había ido escondiendo tras los sofás y bajo el fregadero. Y de la perturbación de la fuerza.
– Lucas aseguraba haberlo visto, nos recuerda Raquel.
– Ya, pero yo no me fiaría de la percepción visual de un adolescente que lleva siete horas viendo Galactica…
– Debe de ser pequeño… ¿Los ratones son pequeños, verdad?
– ¿Qué pasa? ¿Ahora te va a dar pena? Tú lo cazas y se acabó, que para eso eres el gato.
– Yo quiero que lo caces, Pangur, pero no quiero verlo.
– Eso: que parezca un accidente.
Lucas llegó hará unos diez días y se marchó ayer. Actúa como un adolescente y argumenta como un adolescente. O sea que siempre se equivoca y siempre tiene razón. He hablado mucho con él de la Naturaleza y de su relación con la imaginación humana. Tanto que creo que se ha ido un poco preocupado por si me entra una apretura comprensiva, o algo, y me hago belga. Pero tranquilícense, sigo teniendo mentalidad de científico, aunque la sobrinita Martina (que se fue sólo un par de días antes de que llegase Lucas) casi termina con ella a golpe de charla:
– Ese gato no es Pangur.
– No, es su mamá: va y viene.
– ¿No vive aquí?
– No. Vive en la calle.
– ¿Y por eso Pangur quiere ir siempre a la calle?
– No. Pangur quiere ir siempre a la calle porque es un golfo.
– Como su madre.
Martina llegó, con sus papás, a pasar unos días después de que se marchara Rubén (que dejó aquí al perro Cato). Y con tanta visita y trajín a duras penas he sacado tiempo para escribir y ocuparme un poco de la casa y del campo, y de la lectura de las inmensas Memorias de ultratumba de François-René de Chateaubriand (de las que servidor había catado en su juventud algún pasablemente traducido resumen, y poco más), a pesar de lo cual he de soportar cierta ironía:
– Te hemos llamado Suñén.
– Me llamo así.
– No lo sabemos, nos limitamos a deducir tu presencia del hecho irrefutable de que no vacías los ceniceros, y de que el orujo mengua a gran velocidad.
– Pero yo os quiero.
– Y lo notamos, pero indirectamente: porque las perchas no se caen de la pared ni los bonsáis se secan… Pero verte, lo que se dice verte…
Lo cual me coloca en una posición no muy diferente a la de Neptuno. Ambos pertenecemos a este sistema, pero de forma abstracta, puramente mental. Depender de una percepción indirecta es, aunque propio de seres nocturnos y asustadizos, más difícil para cualquiera que se interese por nosotros que para nosotros. Me hago cargo.
– ¿Sabéis lo que os digo?
– …
– Que a mí el ratón me cae bien.
– Y a mí, dice Pangur. – No haría con él nada que no hiciese con una lata de berberechos.
– ¿Abierta o cerrada?
– ¿Cómo es una lata de berberechos abierta?
Ni siquiera he terminado mi libro, que calculaba haberlo hecho en estos días. Se me ha complicado. Mucho. Y ahora que el verano termina, y que la lluvia y el viento empiezan a comportarse como quien vuelve al trabajo, veo que ni siquiera he sido capaz de contárselo a ustedes. No importa. Dedúzcanlo del hecho de que ni cuenta me he dado.