Tomás, el vecino de enfrente, ha instalado en el jardín de su casa un par de focos que parecen más apropiados para facilitar el aterrizaje de una aeronave que para iluminar el acceso a una casa tranquila, honesta y sin más vida nocturna que la privada. Trabajó para cierta compañía eléctrica, así que la ostentación le sale gratis. No son luces que molesten excesivamente a un servidor (media un buen trecho entre ambas propiedades) y, desde luego, no le impiden disfrutar del ascenso de Scorpio forzando la caída del cazador para alegría de las osas, de la visita de Venus a las Pléyades o de la de Júpiter a la Luna pero contribuyen, aunque sea mínimamente, a esa contaminación lumínica que poco a poco nos priva de la contemplación de la noche. Servidor está seguro de que la mayoría de los jóvenes ignoran como es el cielo realmente, es decir: cómo era.
Parecen médicos los astrónomos.
El cielo nocturno, su abismo superpoblado por lo indistigle, es uno de esos derechos primordiales de los que el progreso nos va alejando. A cambio nos aproxima a través de las lentes de los grandes telescopios y con ayuda de sofisticadas aplicaciones informáticas a las aparatosas galaxias y sus secretas infecciones, a los discos de acreción de los agujeros negros como chirlas negras, a las nubes protoestelares, nebulosas y cúmulos tan ansiosos como exageradamente sumisos. Pero servidor está convencido de que el universo no está hecho para ser visto de cerca; en realidad, de cerca, el universo siempre le ha parecido a un servidor algo cursi y populachero con tantas fulguraciones de acuarelista aficionado y tanta puntilla rosa y pedrería de mercadillo. Servidor lo prefiere mil veces visto desde Magaz de Abajo, provocador, desafiante, definitiva y fantásticamente lejano.
Represéntense ustedes, mis pacientísimos lectores, un mundo cuyo cielo mostrase, en lugar de un puré más o menos uniforme de luces nocturnas vigiladas por la luna como por un perdidizo y grueso gendarme y un sol diurno tan alimenticio como un botillo y el aspecto de un plato de miel con nueces, un pulverulento brazo verdoso con ventosas besuconas y media docena de lunas de a centimito que dos tristes soles resacosos no consiguiesen borrar del todo durante el día. ¿No es obvio que cualquier ser vivo inteligente crecido en semejante ambiente tendría una idea muy rara sobre su origen y en consecuencia sobre todas las demás cosas del mundo? ¿Podría una civilización forjada bajo tales enigmas desarrollar una filosofía, una estética, una literatura, una música comparables a las nuestras? Desde luego una civilización así habría creado a su imagen y semejanza una teogonía muy diferente a la que subyace en todas las humanas, pero veneraría su cielo hortera desde su sensibilidad de hada por encima de cualquier otra opinión, incluida la de Iker Jiménez, cuya contribución en caso de contacto (dicho sea de paso) resultaría de lo más interesante y un motivo de fiesta para Magaz de Abajo, si necesitase uno.
Servidor reconoce su propia rareza; tampoco es amigo de las auroras boreales, que, de haber sido creadas por un artista y no por la naturaleza inocente tacharía de cursis sin el más mínimo atisbo de compasión.
El relato, el gran relato que contiene, que contenía aquel cielo estrellado que servidor pudo contemplar de niño (con el que podía platicar o estar callado) y que aún debe verse en dos o tres lugares del planeta (y que, ocasionalmente, se le aparece todavía en el libro exquisito y destomasizado de sus sueños), no puede ser sustituido por las fotografías de las veloces sondas y las agudas lupas envejecedoras de los científicos. El Universo en detalle, privado de su cualidad de cuerpo amado, de frontera nuestra, devenido fragmento mudo, órgano enajenado y expuesto, zoom morboso, resulta definitivamente inculto y pornográfico: servidor se esfuerza por ver en esas imágenes algo más que neones chirriantes, primeros planos innecesarios, lencería chillona e ideas de mal pintor que estropean con una interesada paleta provocativa el antiguo sentido de la mirada profunda, anhelante de oscuridad; no lo consigue. Al contrario, a servidor le estremecen esas imágenes porque le recuerdan que aquel inalcanzable misterio desde el que nuestros antepasados veían llegar sus caprichosas cuitas, necesita ahora ser defendido del poder de la industria óptica que nos impone la complejidad del grano purulento y nos oculta la promisoria belleza adolescente que lo disculpa.
Servidor (que siempre ha preferido la piel a la radiografía) sabe, además, que avance el mundo lo que avance, descubra el ser humano lo que descubra, él morirá en el mismo planeta en el que ha nacido sin visitar jamás ningún otro. Por eso, aunque no sea con mala intención, aunque sea en un porcentaje minúsculo y a estas alturas casi perdonable, a servidor le molesta que le discutan (le roben) un sólo gramo de su riqueza celeste y presente.