Acaba de llamar por teléfono a un servidor Marisa Burgos, que es una señora o señorita a la que no conoce de nada, y le ha preguntado que si quería asistir a una presentación de Marina D’Or, que es una señora o señorita a la que tampoco conoce pero que por lo visto tiene espléndidos hoteles y no menos espléndidos verdes jardines con canales, cascadas, fuentes, bancos de estilo gaudiano y un sin fin de detalles para deleite de los sensibles sentidos de un servidor. O sea: un chollo.
– ¿Por qué a mí?
– ¿Perdone?
– ¿Qué por qué me invitan a mí a la presentación esa? Yo no soy nadie.
– ¿Cómo que no? Es usted un cliente potencial, según nuestros datos, y por tanto tal vez desee conocer mejor nuestros espléndidos hoteles y no menos espléndidos verdes jardines con canales, cascadas, fuentes, bancos de estilo gaudiano y un sin fin de detalles para deleite sus sensibles sentidos.
«Pues, según mis datos, usted es una destajista de la oferta no solicitada.», está servidor a punto de responder, pero se muerde la lengua y dice:
– ¿Puede esperar un segundo, sólo un segundo? Gracias. Voy a buscar un lápiz.
Desde que usa teléfono móvil (hace años) esas son las únicas llamadas que recibe servidor en el fijo, lo que le hace pensar que las empresas dedicadas a la venta telefónica destajista no guardan un registro de resultados, y que un «cliente potencial» es todo aquel que no puede demostrar fehacientemente lo contrario. No debería contestar pero servidor lo sigue haciendo por no oír el rin-rin, y por si es de Estocolmo.
Suena el timbre de la puerta: Raquel se ha dejado las llaves. Entra cargada de bolsas y contando que ha visto a Martina, la sobrinita, que andaba con sus padres por los Estados Unidos y ha vuelto hecha una muñequita, y que se lo han pasado bomba, y le pregunta por su día a un servidor.
– Pegado al ordenador. A cada rato debo aprender algo nuevo si quiero mantener la autonomía y cada vez es más trabajo para un autónomo. Cansado.
– Tómate una absenta. He traído. Y descansas un poco.
Raquel, y yo, pertenecemos a esa clase de seres humanos que hacen de su vida lo quieren que sea su vida. Tenemos la suerte de entender con claridad por qué todo lo que dice la televisión es mentira (o, si lo prefieren, porqué es imposible que sea verdad) y nos respetamos.
Preparamos un par de vasos, unas cucharillas, agua y azúcar. Servidor le cuenta a Raquel que ha enviado unos poemas a cierta revista y que eso le ha obligado a hacer correcciones y que, gracias a eso, tiene más claro por dónde tirar. Y también que casi ha olvidado que tiene un par de libros a medias por leer y otro par a medias por escribir y que debería dedicarse a eso. La tentación es retirarse al campo y ponerse a ello. Cosa objetivamente imposible si aplicamos, como solemos hacer, el puro cálculo azaroso de posibilidades.
— ¿Y este teléfono?
— Se me había olvidado. Es Marina, no, Marisa, que quiere venderme algo estupendo, estupendo, estupendo.
Raquel coge el teléfono y dice: «¿Marisa? ¿Sí? No, gracias, no. Es que no podemos atenderte ahora, estamos leyendo, y además esperamos una llamada importante, de Estocolmo». Lo dice como si fuese el título de una película de terror:
— Eessstooocoolmoooo…
Agita servidor su absenta con un lápiz que no sabe por qué tiene en la mano. Algo hay en esta bebida verde, algo que le hace percibir a servidor el sofá sensiblemente «gaudiano», incluso un poco más grande bajo la sonriente luna.