Una concepción errónea de la vida es necesaria para la vida, mientras que la idea acertada de la vida simplemente acelera la muerte; si se piensa con valentía es muy verosímil, y aún obvio cuando sabemos que se trata de la reflexión de un crítico literario (Harold Bloom) y no de la de un filósofo pesimista. La vida no debería depender tanto de su sentido, liquidado por la intratable muerte, como de su simple transcurrir, nunca resuelto. Por eso la expresión «tener la vida resuelta» suena siempre algo cómica, porque sólo la muerte decide eso.
Servidor no sabe qué es lo que hace la muerte exactamente, impone un plazo cuyas condiciones ignoramos, y que no es negociable, pero no gana nada que se sepa. En ese sentido es tiránica, la muerte, pero también fiable, honesta, generosa, transparente; pero sin la vida no es nada. ¿Y al revés?
A servidor le divierte imaginar que los hombres y mujeres del futuro vencerán a la muerte gracias a los grandes adelantos de la medicina y, así, se arruinarán la vida. Se arruinarán la vida sin saberlo, además. Vivirán eternamente ajenos a lo que se pierden mientras los muertos, del otro lado, a penas les prestaremos más atención que a otras curiosidades también presuntamente eternas.
— ¿Qué haría usted si volvieses a nacer?
— ¿Yo? ¿Volver a nacer? Quite, quite.
Si ponemos a la vida y a la muerte delante de nosotros y conseguimos que se callen es posible que nos sintamos en uno de esos estados de superposición cuántica que tanto entretienen ahora a los científicos; aunque elegiremos siempre a la vida en cuanto la conversación se reinicie. La muerte es siempre ese personaje que arruina la conversación. Servidor cree que esto se resolvería si la muerte fuese la muerte del yo, no de la vida. O sea: que la vida no muriese, pero sí el mamarracho ese que se ha pasado años y años intentando dar forma a un destino, eligiendo, asociándose y desasociándose, aprendiendo y olvidando, yendo y viniendo y otorgando muchísimo a valor a cosas en gran medida insignificantes, e inmiscuyéndose en la conversación. Que cada cien años, más o menos, el mamarracho caducara y se muriese, y nos saliese otro. Pero según parece no es así. Incluso, en la mejor de las hipótesis -la de que haya un paraíso divino esperándonos- es todo lo contrario y el que vive eternamente es él. Un asco.
— ¿Qué harías si volvieses a nacer, Suñén?
— Refutaría a Einstein y convencería al mundo de que Un perro andaluz no es una película surrealista. ¿Y tú?
— Me gustaría seguir siendo gato y pasar algún que otro ratito así, subidos encima del coche y charlando.
— Eres un buen amigo.
En tiempos, le llamaban el mamarracho a esa percha en la que se colgaban los dibujos que servían al ciego para contar a la población algún hecho notable o alguna amenaza inminente. Servidor cree que el «yo» es como el mamarracho de un ciego. Da significado, pero comete el imperdonable, por excesivo, error de creerse que es él. Y en cuanto se cree a sí mismo significado se pone a trabajar para la muerte. Hay muchísima gente que trabaja para la muerte por esa vía. Todo yo en un yo se resume, pero el relato de la vida es una interpretación coral, y sin pensante, así que la literatura es la verdad hasta que llegue la muerte.
La noche se ha vuelto una gran lente fría y diamantina. Desde la casa, llega una luz encarnada, y el rumor redondo de las notas de un órgano. Hace rato que Pangur se ha comido su rebanada de pan de molde. Servidor saca la cabeza de la suya y suspira recordando los versos del maestro Juarroz:
en una sola palanca,
pero sin saber qué queremos levantar,
si la vida o la muerte,
si el hecho mismo de hablar
o el círculo cerrado de ser hombres.
— ¿Nos vamos dentro?
— Vale.