Ya sabe servidor que ha tardado más de lo apropiado en darles cuenta de lo prometido; pero sepan que ha sido porque ha tenido que reconstruir los acontecimientos disimuladamente, con paciencia detectivesca, respondiendo una pregunta con otra y tirando de la lengua a los testigos sin parecer inoportuno o idiota, ya que por algún misterioso motivo no recordaba de lo ocurrido ni el día, que lo tuvo que mirar en sus notas. Pero a eso va: finalmente no llevó el cuchillo que corta porque le dijo el señor Serrano (que de eso entiende) que regalar cuchillos trae mala suerte, a no ser que obligues al obsequiado a que te corresponda en metálico (una cantidad simbólica, claro, digamos cinco céntimos, pero ya es un lío). No, lo que llevó a la cena de San Roque fue un libro. Pensó “mira que buena idea», y llevó un libro de Juan Crisóstomo Olóriz, titulado “Molestias del trato humano” que tiene por una de sus lecturas más disfrutadas. “Tan aborrecida, escribe Séneca, es la soledad, como dulcemente apetecida la comunicación. Más ¿de quién?” –se pregunta Crisóstomo, y se responde: “Yo creo que de los necios, de los habladores y de los ignorantes, que no entendiendo el bien que facilita el retiro y la soledad, no penetran las molestias, los perjuicios y males que trae el trato y comunicación.”
No le interpreten mal a un servidor; su intención no era torcida, sino irónica, como lo es la del propio Crisóstomo: sabio donde los haya.
El caso es que se le agradeció el obsequio, que pasó sin pesquisa ni juicio a ocupar un discreto puesto en “el mueble”, entre un cacharro de barro con agujeros en el que ponía “ajos” y la réplica de un icono ruso con la Virgen y el Niño.
La comida transcurrió como la seda gracias a que Raquel le daba una patadita a servidor por debajo de la mesa cada vez que intentaba decir algo que pudiera ser interpretado en un sentido religioso, político, sexual o intelectual. Aunque la estrategia, según parece, funcionó sólo a medias porque entre postres, copas y otra vez copas, la sobremesa se alargó hasta las ocho, y dio para tantos disparates que terminamos cantando «Anduriña» y fantaseando sobre la posibilidad de convertir la finca en un puticlú, y repartiéndonos personajes y empleos, y servidor lo pasó pipa, y al parecer le dieron dos besos al despedirle, y se vinieron a casa los primos cannabicultores haciéndose pasar por intrusos aleatorios para distraer al perro, y nos dieron las mil. Y encima aún conserva servidor el amor propio, el cuchillo que corta y sus pocas ganas de tratar con el mundo. Y las espinillas ya casi no le duelen.