El bonsái

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Raquel anda medio enfurruñada porque servidor ha adquirido una nueva costumbre: los bonsáis. Y tiene empantanada la mesa de la bodeguita. No es un frívolo derrochador, servidor, de modo que se limita a bonsáis baratos y, más concretamente, del Carrefour. Literalmente se trata de salvar bonsáis del Carrefour antes de que terminen en la basura. Podría salvarlos de la basura, con el consiguiente ahorro, pero le da vergüenza que algún conocido vaya a pillarle hurgando en los contenedores. Además, en el Carrefour no tiran nada; se limitan a ponerlo de oferta. El último es un Serissa serissoides (o árbol de las mil estrellas) que estaba tirado de precio entre una linterna que sólo da luz si no dejas de agitarla (y cuya problemática utilidad no dejó de intrigar a un servidor) y un gato japonés de la suerte que parecía Santiago Carrillo firmando ejemplares de sus memorias.

Ya en casa, servidor observó cuidadosamente su arbolito y supo de inmediato que no iba a ser fácil. Lo transplantó, lo limpió y decidió no manipularlo más hasta estar seguro de que podía sobrevivir a las intervenciones, en principio suaves, aunque en su estado agresivas, que deseaba realizarle. Bien orientado a la luz y con agua de sobra, unas semanas más tarde estaba preparado para el gran cambio.

— ¿Qué cambio?

Se trataba de un bonsái «en escoba», es decir, que crece en abanico, sin más deformaciones; y servidor deseaba convertirlo en uno de «estilo literario», es decir desequilibrado y tortuoso, y con las raíces vistas. Quizás plantado sobre una piedra.

— Ya entiendo, dice Raquel. — Quieres hacer un «bonsái Suñén«.
— Muy graciosa.
— Es que esa descripción me suena mucho, cielo. ¿Y las luces de Navidad?
— Hay tiempo para todo, mira, ¿qué te parece?

Tras sacarlo de su maceta, lavarlo, podarlo y alambrarlo un poco, el arbolito está ahora sobre una minúscula, la mitad de la cual está ocupada por la piedra sobre la que descansa. Del lado libre las gruesas raicitas descienden ceñidas hasta hundirse en una profundidad superficial y musgosa. Del tronco, en dirección contraria a su inclinación dos ramas se elevas y se bifurcan repartiendo sus hojas hasta más allá del borde de porcelana, como empujadas por un viento inexistente pero imparable que las obligase a ir en busca del abismo.

— Me gusta, Suñén. ¿Lo pongo en nuestra alcoba?
— No sabes cómo te lo agradezco. Voy a sacar los adornos (que ya va siendo hora) y luego limpio todo esto.

A servidor no se le ha notado, pero al ver el resultado de su manipulación ha experimentado cierta congoja. No es que toda su vida haya pasado frente a sus ojos o algo así, pero… Bueno, sí: algo así ha sido.

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