Me gustan poco ese tipo de artículos que comienzan advirtiendo de la heterosexualidad, equidistancia, ateísmo o apartidismo del propio autor, o de la simpatía o aversión que al propio autor le provoca tal o cual personaje objeto de sus juicios, como si él y sus circunstancias precisasen adelantarse a respuestas que no se detendrán en la rezón y el tema.
Dice el necrologista: «lo conocí en 2014». Añade: «en La Valleta». Ya sé que el artículo no trata del muerto.
Recuerdo cierta crítica literaria que aseguraba que tal «nefasta» novela parecía producto de la influencia de alguna droga, como si fuesen pocas las obras maestras escritas bajo los efectos de alguna/s droga/s, como si la afirmación ofreciera al lector alguna pista útil.
Es este un país en el que resulta muy frecuente que la reacción ante el elogio de una obra sea la descalificación de su autor.
— ¡Que gran película ha realizado Fulano/a!
— Pero es tan mala persona.
O al revés.
— ¡Menudo fiasco… la exposición de Mengano/a!
— Pero si es encantador/a.
Nos resulta más fácil pensar que todo crítico ha de tener algo a favor o en contra de la persona cuya actuación celebra o desautoriza, que desmenuzar su discurso sobre la actuación en sí. Quien no condena, defiende: juzgar es marear la perdiz, condenar es más fácil.
— Es que es más fácil. Como es más fácil pasar desapercibido allí donde nuestra discrepancia va a resolverse, sí o sí, en un inútil enfrentamiento con la comunidad.
Por lo mismo, preferimos considerar la filiación política una especie de religión que sólo puede relacionarse con otras si las aniquila, a hacer de ella un instrumento eficaz para la mejoría común. Vemos a nuestros partidos políticos como a nuestros equipos de futbol, con las orejeras de un fanatismo dispuesto a despreciar realidad, lógica, inteligencia y criterio en nombre del poder que otorga tener un pueblo, defender a un grupo y llevar un apellido de billetera orgullosa. Somos, en muchos aspectos, gente del pasado.
Recuerdo esa escena del clásico de David Lean, Lawrence de Arabia, en la que, para acabar una agria discusión, Peter O´Toole escupe en el suelo y Omar Sharif señala el escupitajo y dice:
— Eso no es un argumento.
En fin, es posible que me molesten demasiadas cosas y que deba empezar a comportarme con un desinterés más apropiado a mi avanzada edad, pero soy prudente y no sé meterme sin modelo en dibujos y nunca he condenado sin juicio (ni al más odioso) sino que he amado lo bueno y lo difícil y he considerado, como don Quijote frente a maese Pedro, que para sacar una verdad en limpio, menester son muchas pruebas y repruebas. Así que cuando pongo la televisión, y el presentador del informativo me miente en la cara, se me cae el alma a los pies.