Manolo Escobar ha dicho que está hasta el gorro (o hasta las narices, que son el mismo sitio) del carro y del porrompompero, y que Manolo Escobar diga que está hasta el gorro del carro y del porrompompero es el acabose. No hacía falta que lloviese durante un año entero, ni que tuviésemos el mayo más puñetero de los últimos cuarenta años, ni que Hitler empezase a aparecerse en las teteras, ni que Jordi Mollá pintase cuadros de Tápies, ni que Maruja Torres dejase El País, ni que el troyano Zeus reapareciese en Facebook, ni que nos rodeasen asteroides como melones mientras el Universo (con más razón que un santo) se aleja de nosotros a endiablada velocidad; la verdad es que nisiquiera era necesario (y conste que a servidor le parece requetebién), que Werty se separe de la periodista y escritora Idurne Uriarte para quedarse con la secretaria de Estado de Educación Montserrat Gomendio (y aquí cabría ahorrarse un fácil chiste machista sobre Werty, la Cultura y la Educación), con que Manolo escobar dijese eso que ha dicho ya era suficiente para que comprendiésemos el significado preclaro de las señales: el fin está próximo y los pocos días que faltan hará malo. Incluso aquí, en el apacible Magaz de Abajo, hubo un terremoto la otra noche.
— ¿Qué pasó?, pregunta Pangur levantando la vista de las páginas de Inferno, de Dan Brown.
— Pues que hubo un terremoto.
— ¿Quieres decir un terremoto «terremoto»?
— Quiero decir un terremoto, a secas.
— Primera noticia.
Ciertamente no fue una cosa como para salir de la cama y plantarse en bata en el jardín linterna en mano, pero a servidor le preocupa que a esta tierra llena de agujeros le de ahora, precisamente ahora, por acomodarse. Le preocupa lo suficiente (si no algo más) como para haber decidido que va a titular así su próximo libro de poemas: «El acabose».
— «El acabose» de San Juan, concluye Pangur ovillándose sobre el libro y quedándose dormido de inmediato.
Servidor no sabe bien por qué hemos terminado, a las puertas del acabose, dividiéndonos los españoles en dos categorías: los imbéciles que dicen que debemos pensar en positivo y mantener la esperanza, y los imbéciles que dicen que debemos aceptar el destino y adaptarnos a un cambio catastrófico. Llevan años domesticándonos en la creencia de que el tiempo es así, mostrenco e imparable, y que lo mejor que podemos hacer es recostarnos tras cada jornada sobre su infinito lomo azul y soñar con la lotería, así que ¿a quién le extraña? Hemos interiorizado que no podemos hacer nada y que ser un buen ciudadano es tener confianza en quienes llevan la voz cantante. ¿Sabrá Manolo Escobar que su público también estaba harto del carro y del porrompompero pero no se lo decía, unos por no herir sus sentimientos, otros por no meterse en líos, y la mayoría porque con tanto ruido no hay quien escuche nada?
¿Sabrá el gobierno que hablamos mal de él a sus espaldas? Pues lo hacemos. Hablamos mal, pero mal «mal». No es que les acusemos de ser unos tiesos lobbytomizados cuyo único mensaje al ciudadano ha sido que si su carro se lo robaron… prorromponpón porrompo porrompompero peró, no (porque sabemos que en el fondo no llevan la voz cantante); simplemente ponemos en duda su inteligencia moral cada vez que la actualidad emerge entre tanto ruido y nos da un motivo para observar su reacción puerilmente defensiva, es decir: casi todos los días. No hacemos nada por no dar el cante, como mucho canturreamos:
À tout asservie,
Par délicatesse
J’ai perdu ma vie.
Ah! que le temps vienne
Où les cœurs s’éprennent.
Y languidecemos sometidos al petit franquismo, y a la esperanza o al destino (según los casos). De hecho hasta hemos dejado de hablar del tiempo, con lo que nos gustaba hablar del tiempo, y hemos sufrido quedarnos sin cereza de mayo ni certeza de junio como si fuese la duda lo más normal del mundo. Hasta los terremotos nos parecen ya una fatalidad casi insignificante.
— Y Ruiz Zafón sin sacar novela. Eso sí que es el acabose.
— Pero tú no estabas dormido.
— Sí, pero no dormido «dormido».