Si lo pienso sin dejarme llevar por la ansiedad paulina de la que políticos y tertulianos hacen gala hoy por hoy cada vez con menos mesura, ya sean partidarios, detractores o «equidistantes» (un término totalmente fuera de lugar entre el todo inamovible y la parte imparable), las soluciones a lo que está ocurriendo en Cataluña (pues ya sabemos que si el PP se sentase a hablar de un estado federal –¿confederal?– o si aceptase un referéndum pactado se acabaría el mundo) me parecen todas malas.
Naturalmente podría callarme, y hasta no reflexionar en absoluto sobre ello. Al fin y al cabo no estoy nada seguro de que vaya conmigo, y tampoco le veo mucha utilidad al ejercicio que formarse una opinión (que habrá de estar obligatoriamente salpicada de tópicos si aspira a ser respetada) requiere de alguien como yo, que no piensa bien en prosa y que, además, ni será ni debe ser consultado el uno de octubre.
Confieso que nunca he comprendido otro nacionalismo que el derivado de la necesidad de administrar con la independencia necesaria los asuntos que afectan a grupos unidos por ciertas características propias, pero objetivas (léase: geografía, climatología, recursos, economía, necesidades, lengua). O sea, que siempre me ha parecido una majadería lo del «sentimiento nacionalista». Si lo «identitario» (palabra bien formada, pero oscura como boca de mina) no se refiere estrictamente a menesteres gestionables (si es una emoción politizada) me suena a ingenuidad racial.
No ocultaré que, sin embargo de lo anterior, me asusta ese «día siguiente» al que, generalmente en el tono de favor de quien, so pretexto de ponerse en su piel, victimiza al mismo pueblo al que no deja hablar, aluden últimamente los unos como los otros. Pero no es el dos de octubre de los catalanes el que me preocupa, sino el común. ¿Ha pensado alguien en lo que nos pasará ese día, según los casos, a los sufridos españoles?
Si pienso en eso quiero que el referéndum (con todos sus defectos) se celebre, que la participación sea mayoritaria y que salga que SÍ; porque, de otro modo, la intención de «echar el resto» terminará «echando al resto» en manos del peor de los autoritarismos, el autoritarismo ufano. Ya advertí al comienzo de estas líneas que no veía soluciones buenas; pero es que, en el improbable pero zozobroso supuesto de que ganase el NO o la consulta no llegase a realizarse, la soberbia gubernamental va a volverse insufrible y a transformarse enseguida en propaganda. ¿Aprovecharía Rajoy la circunstancia para adelantar las elecciones generales?; tanto si lo hiciese (y ganase) como si no, ciertos procedimientos de fuerza bruta aplicados últimamente sin vergüenza alguna se convertirán, me temo, en el pan nuestro de cada día por los siglos de los siglos, etc… Quienes inventaron la expresión «apología del referéndum» (un pseudoconcepto estupefaciente por intelectualmente intratable) consolidarán la «represión democrática» como única forma de preservar lo que, con agresividad de propietario, llaman ellos «estado de derecho», y que ya nunca podrá llegar a ser (al menos en España) lo que de verdad significaba.