No deja de tener gracia el apresuramiento con el que algunos medios se han empleado en desautorizar a los indignados a raíz del levantamiento de la acampada de Sol (que interpretan como el resultado de un cansancio previsible) y de los últimos, breves y teatreros, avisos de violencia por parte de un grupo de malas cabezas frente al Parlament de Catalunya (que se ha esgrimido de inmediato como prueba irrefutable de que el movimiento, originalmente juvenil y bienintencionado, ha sido corrompido de forma irreversible por los viejos acosadores anti sistema). Es gracioso porque responde a la cruz de una cara no menos equivocada con respecto a la verdadera dimensión del fenómeno que la sociedad española ha decidido protagonizar desde hace hoy un mes. La cara dice que esta lucha es la prolongación de aquella lucha que tantos libraron contra la dictadura franquista, como si la situación, las implicaciones, los significados o los riesgos fuesen siquiera comparables. Esta visión nostálgica (que ha llevado a algún ingenuo líder izquierdista a creer que su discurso, necesario «en sí», pero oportunista «ahí», iba a ser bien recibido «ahí» por unos manifestantes que, entre otras cosas, intentan defender su independencia de maniobras apropiacionistas) no ayuda a una intención que es perfectamente respetuosa con las dificultades, sacrificios e incluso muertes que costó llegar a un lugar en el que ni reunirse a patalear ni opinar contra el todo son actividades punibles, sin duda, pero que, por lo mismo, está legitimada para recordarle a toda la clase política que el paso de aquel Rubicón no es patente de corso. Y tiene gracia, también, que desde ambos lados de la moneda se reconozca en la protesta contenidos asumibles que nadie asume, representatividad con la que nadie quiere vérselas, reacción ante la que se reacciona enseñando a los indignados el poder de la policía como la Iglesia mostrara los instrumentos de tortura al bueno de Galileo. Ante esto los indignados ya tienen respuesta: E pur si muove!
Servidor, que quiso ser bohemio y fiable, maldito y juez, pecador y prelado, Máximo Estrella y don Paco, y que por consiguiente vendimió el modesto fracaso reservado a quienes no han hecho nunca gala de pertenencia, sabe (porque se aprende mucho a fuerza de no escucharse uno a sí mismo, de no aprender de los propios errores) que cualquier intento de politizar la reacción (pues eso es el 15M y cuanto lo rodea: reacción) es interesado y está condenado al fracaso. Interesado porque pretende convertir en revolución la disensión con el objeto de apelar a lo que tenga de agitación para fagocitarla o destruirla, condenado al fracaso porque supone en los últimos acontecimientos la presencia de fantasmas que en la mente de sus promotores ni siquiera son sombras. Por eso y porque no se puede ser Máximo Estrella y don Paco y cobrar del erario.
Tampoco le extrañaría a un servidor, a estas alturas, que entre las filas de los indignados haya quien llegue a la conclusión de que o se endurece el tono de la protesta, o esta seguirá recibiendo el estruendoso aplauso de oídos sordos que (en realidad) ha obtenido hasta ahora. Y es ahí (que todo hay que decirlo) donde la habilidad de Rubalcaba al no disolver las concentraciones mientras prevalezca en ellas un comportamiento pacífico, debería dar sus frutos. Lo hará. La gente que se está manifestando lo hace, después de todo, convencida de que el adormecido sistema que desean cambiar nunca les echaría encima a los perros. Lo saben magullado, dudoso en ocasiones, pero no intrínsecamente canalla. Lo saben mejorable, pero no perverso hasta el abuso de la violencia. Y en eso sí se sienten en manos de aquella otra generación que luchó contra la dictadura, en eso sí se sienten protegidos. Y Rubalcaba, con impecable criterio, se ha ocupado de que esa confianza no se desmorone también.
Si hiciésemos un esfuerzo por separar los hechos de nuestra filiación ideológica (si es que tal cosa aún existe) coincidiríamos sin matices en una cosa: la reacción (ya no me gusta emplear la palabra «movimiento») ha reunido un sinnúmero de sentimientos aislados, haciendo ver a quienes se creían solos que no lo están. La reacción ha dotado de voz, y está dotando de órganos para expresarla, a unos deseos de cambio hasta entonces indefinidos y desde luego no articulados (por manifiesto descuido) por los partidos políticos. Su inteligencia se demostrará en la medida en que sean capaces de establecerse como precipitado independiente, como voz de fondo. Antes eran tan sólo cifras en una encuesta que no preguntaba nunca nada fuera del interés de la liza. A nadie le importaba por qué, en la valoración de nuestros líderes, ninguno conseguía el aprobado, sino tan sólo saber quien iba por delante. Ellos son la desagregación del suspenso. Pero su aparición (6 contra 4) parece habernos sorprendido tanto como la afirmación de la redondez de la tierra pareció sorprender a la Iglesia en tiempos de Galileo.
— La tierra es plana, y quien quiera que rechace esta afirmación es un excéntrico que merece ser ridiculizado.
Ya conocen ustedes a Pangur, admirador de Ruiz Zafón y (si pudiese) votante de Cánovas del Castillo en las generales y de Ismael Álvarez en las locales (o viceversa). Su cultura, envidiable tratándose de un gato, la ha adquirido en los ratos que pasa (pensando que no me entero) consultándolo todo en Google. Su filosofía de la vida puede resumirse en que la economía se debate entre informes profesionales sobre la discutible eficacia de las medida económicas europeas contra la crisis, incluido el salvamento de Grecia, y el burdel para distraernos conscientemente de verdades irrefutables tales como que que América de Arriba provoca terremotos con un arma llamada HAARP para allanar el camino al inevitable advenimiento de un nuevo orden mundial, liderado naturalmente por alienígenas malos, que, con la doble intención de esclavizarnos y ocultarnos la existencia de la Atlántida, nos va a encender el pelo, o que Stonehenge se está activando y que muy pronto podríamos tener visita y pasar a un estado de comprensión temporal superior si los gobiernos no estuviesen manipulados por ondas alfa-alfa. No hay que hacerle mucho caso. También adora las hamburguesas de McDonald (que nunca ha probado) y los anuncios de «chuches» en los que los adolescentes aparecen retratados como si fueran los tontos que nunca fueron.
— Si todos los seres humanos fueseis así este mundo sería un lugar mucho más peligroso, aunque os haría más justicia, asegura. — ¿Verdad Yogur?
— …
Yogur, que como bien sabe mi media docena de lectores es el gato de mi gato, nunca le lleva la contraria. Pero no quería entretenerles con las peculiaridades de mis mascotas (cada cual tiene su cruz, ya ven) de las que quizás les informe mejor cualquier día de actualidad menos agitada, y sí terminar haciendo una advertencia que he demorado porque podría malinterpretarse: la reacción social, amalgamada en torno al 15M, corre el riesgo de sustituir en vez de señalar. Me explico: las protestas frente al Parlament, su legitimidad o ilegitimidad, el “desmarque” (la palabra la han usado los medios, lo correcto sería decir la “condena”) de lo ocurrido publicada por los convocantes, ha sustituido al debate, en lugar de provocarlo. Pero entiéndaseme correctamente, porque la responsabilidad es de los medios, no de los manifestantes. Los manifestantes no tienen prisa, no es la democracia lo que reivindican, sino su honorabilidad. Háganme caso. Son los medios quienes desean apresurarlos, definirlos, acotarlos, diseccionarlos como si ello fuera posible. No se trata de posicionarse, ceder o disentir, pues no se exige nada realmente; hay que escuchar con atención y trasladar reservas e inquietudes al ámbito ejecutivo. Porque algo se mueve, en efecto, y ni pequeño ni pasajero.