Resulta que el fin del mundo era (esta vez) el sábado pasado, pero por no leer las páginas de ciencia de los diarios (que es donde se tratan esos asuntos en un país como este nuestro, tan distinto de Venezuela) me lo he perdido y sólo he podido extinguirme a medias. De resultas, me he vuelto asimétrico. No me preocupa mucho, incluso (dice Raquel) parece que he mejorado desde el punto de vista estético, al menos de momento, ya que esto de la asimetría podría resultar favorecedor ahora, mientras aún es incipiente, y devenir abominación más tarde; o podría ser que sus aparentes ventajas se manifestasen únicamente en la distancia corta y suponer, sin embargo, una lacra social insoportable hasta para un misántropo empedernido como yo.
La asimetria provoca en quien la padece una fuerte aversión a mostrarse amable ante cierto tipo de posicionamientos, por lo demás, pretendidamente simétricos. Cuando el asimétrico (yo u otro) oye decir a alguien que no es machista ni feminista, por ejemplo, o que no es demócrata ni fascista (sino alguna cosa intermedia y menos extrema) se nubla todo e impone sin piedad su elocuencia a un interlocutor al que, por más que se esfuerce, no puede dejar de imaginar como a un hámster que creyese viajar porque corre en el interior de su rueda, y se cae de risa. Decía Faulkner que si tenía que elegir entre hablar con un asesino o hacerlo con alguien de quien no sabía si lo era, prefería al asesino, porque no se le dispersaba la atención.
Antes o después hay que caer. El justo medio es un invento de los tenderos y, fuera del noble ejercicio del comercio, inestable. El acuerdo no conduce a la simetría, sino a una razón tercera, y no significa equidistancia.
Otra de las majaderías que exacerban y ofenden al asimétrico hasta ponerle en evidencia de incomodidad insalvable son las líneas tan claras que el común establece alegremente entre cuerpo y alma, humano y animal, berciano y resto del mundo o democracia y referéndum, por citar sólo algunas de las que le ocasionan esos arrebatos de impotencia que han terminado por condenarle al soliloquio. La verdad es que, desde la muerte de Sócrates, aún tenemos pendiente salvar del fracaso al diálogo, que no es lo contrario del soliloquio, sino de la cicuta.
El caso es que la asimetría me ha procurado la perplejidad mental suficiente para aventurar que si el Reino Unido se echó las manos a la cabeza, el 26 de junio del año pasado, cuando comprendió que no había votado contra sus gobernantes, sino a favor de abandonar la Unión Europea, el dos de octubre próximo podría muy bien servir para que los catalanes comprendiesen que en el verdadero referéndum (el que, si no queremos cerrar en falso una decisión tan grave, deberá forzosamente celebrarse antes o después con todas las garantías, etcétera, etc…) lo que se jugarán no será ya su derecho a decidir tras dialogar, que tendrán bien ganado, sino su participación y permanencia (y en qué condiciones) en una estructura social, administrativa y estratégica más amplia, a la que, no sólo a ellos, a muchos (si nos preguntasen) nos gustaría poder llamar sin sonrojarnos democrática, y federal, y (ya puestos) republicana.
«¡El fin del mundo!, ¡el fin del mundo!», oigo gritar a los de siempre, más simétricos que las almejas.