Lo malo es que es evidente que no tenemos un plan. Tenemos contables y también una táctica consistente en ocultar a los de dentro nuestro verdadero carácter capitulador y a los de fuera nuestro clientelismo privado. Tampoco ellos tienen un plan. No hay Europa. Lo único que saben hacer los políticos es confundirse con los padrotes (para salvarse) y desacreditar a sus adversarios (para salvarse): sobre eso se negocia nuestra suerte, que no es otra que sufrir una nueva modalidad de colonización.
Pero no tener un plan, tirar de soluciones a corto plazo es convertir el negocio en una tienda de saldos: si lámparas, lámparas; si putas, nuestras hijas.
Es verdaderamente lamentable ver como algunas mentes brillantes que deberían advertir la necesidad de comprometerse en un enfrentamiento contra el poder bancario, una guerra tan nueva como verdadera, se apuntan a la inacción sumándose a esa defensa de la necesidad del fiasco que dice que las cosas son como son: venales, teñidas y consentidoras. Hay una teoría terrorífica que asegura que dependemos de coordenadas y abscisas heredadas o caprichosas (eso es baladí) que debemos contener y educar a fuerza de aplicar una especie de ingeniería inversa llamada economía. Como si hubiésemos topado con un objeto incomprensible, omnipotente y sagrado cuyo funcionamiento solo comprenderemos desmontándolo. Como si la economía fuese algo más que una conjetura especulativa.
A servidor le da una vergüenza incurable escuchar las declaraciones de quienes, tras enriquecerse gracias a los trabajadores que han estado cobrando la mitad de lo que se cobra por ejemplo en Alemania, dicen que el mal de este país es el coste de la retribución a sus parados. Lo dicen tranquilamente tras haber entregado a su criada una bolsita con los restos de la langosta de la última cena en Bruselas para que la limpie bien y se la de a los gatos. La factura, claro está, nos la pasan. Si salen a la calle es para pedir la cooperación de la sociedad civil, algo que, en su idioma, significa pagar dos veces por lo mismo. Si quieres que tu pueblo tenga visitas que gasten su dinero en él, convence a los negociantes para que inviertan en su limpieza. ¡Pero ya pagamos impuestos para que el pueblo se limpie! No salen a la calle a «currar», no están de nuestra parte, sino por la labor de convencernos de la necesidad de su ociosidad.
Pero no. Servidor está siendo injusto pues tampoco están exactamente ociosos los políticos, sino que trabajan maquillando papeles, moviendo cifras y engañando a unos y otros para que al final la deuda sea capital, el accionista preferente y el crédito posible (si lo hiciera usted, sería un delito). No importa cuantos caigan en la victoria. Para un político una victoria pírrica es una victoria y punto. Gobierna quien no cae, y si cae mientras gobierna, se dispara a la limpiadora y se contrata al cuñado de alguien para que lije el suelo.
En el bar del Magaz de Abajo (el de Ray, pero igual en el otro), y no es cambiar de tema, siempre hay un matasietes que sabe más que cualquiera dispuesto a echarle la culpa a los maestros de los males de los mineros, o viceversa. Es un tipo bajito y redondo que se pasea por España a la velocidad de un mechero Bic, habla a grandes voces, porque no lo hace para su interlocutor, sino para el común, y transmite una violencia tan cerril que nadie, nadie, por joven que sea o borracho que esté, le lleva la contraria. Si lo puliésemos un poco y le comprásemos un traje…
Intentaba pensar en voz alta un servidor, a sabiendas de que un hombre sin enemigos carece de carácter, pero el cansancio le puede. El género humano es un cuerpo enfermo que intenta curarse la debilidad alimentando su cáncer, un cáncer que le convence de que su crecimiento es progreso. Y no tiene servidor argumentos, pero tampoco ganas de rebatir semejante ordinariez. Así que, a día de hoy, da por cerradas estas páginas (cuyo número de lectores no ha pasado nunca de cuatro o cinco, que todo hay que decirlo) y dedica su esfuerzo a amurallar su pequeño reino. No dejará de escribir, obviamente, pero hay muchas formas de escribir, menos pringosas. Si fuera un cocinero, servidor, nadie le recriminaría negarse a cocinar siempre las mismas sobras. Porque lo cierto es que es la sensación que servidor estaba teniendo (la de repetirse) y prefiere tomarse un descanso y volver cuando encuentre la forma de dotar a este espacio de algo más que rabia y actualidad. Y vale, que ya empieza uno a parecerse a esas señoras que no se quedan en casa ni diez minutos, pero luego en la puerta, dedican varias horas a despedirse.
No es un poeta cuya lectura recomiende, pero va a citar servidor a Alberti y a decir eso de que era un tonto y lo que ha visto le ha hecho dos tontos. Adiós, o al menos hasta la vista.