Les conté no hace mucho cuánto les gusta una fiesta a los bercianos y hoy, que ya estoy mejor del virus ese que pillé tecleando (y por el que no me han preguntado, gracias) quiero contarles que hay otra cosa que les encanta casi tanto o más: despedirse.
Ayer sábado paseábamos Raquel y yo por Cacabelos, y en una de esas esquinas cuya acera no mide más de medio metro un grupo de señoras mayores nos impedía el paso. Se estaban despidiendo. El sitio era seguramente el común denominador de la distancia a la que se encontraba la casa de cada una y allí estaban las buenas mujeres, despidiéndose.
Servidor tiene observado que la ceremonia de la despedida viene a durar una cantidad de tiempo inversamente proporcional a la que pasaremos sin vernos. Así, si mañana volveremos a encontrarnos en la panadería, por ejemplo, la despedida se alarga hasta el desquicie. Si el despedido se va a Beluchistán, le decimos adiós como si nos persiguiese la muerte.
– Manda una postal.
– Vale.
Las señoras mayores se despedían, pero cualquier observador ignorante de las costumbres bercianas podría haber pensado que se saludaban. Es una confusión que suelen padecer los políticos, como los actores o los monarcas. Por ejemplo Zapatero e Ibarretxe creían saludarse y se estaban despidiendo; y Gallardón se despidió durante meses y ahora resulta que, en realidad, ni siquiera se iba. ¿Y los actores al terminar la obra? Lo llaman saludar, pero lo hacen justo antes de irse. Y los reyes cuando agitan la mano mirando a la multitud, ¿qué hacen, vienen o van?
– Señoras…
– Cállate, me ordenó Raquel. – Si les dices algo se acordarán de quién eres hasta el último día de su vida. Y acabarás tomando café con ellas.
No dije nada. Allí siguieron las buenas mujeres y nosotros las sorteamos abnegadamente jugándonos la vida. Un tractor deportivo estuvo a punto de pasarme por encima. Menos mal que uno de mis superpoderes es el de sortear: sorteo lo que sea: sólido, líquido o gaseoso. Lo que sea me embiste y yo lo sorteo con gesto limpio y rotundo y, según mis detractores, algo achulado.
– Ha estado a punto de atropellarte.
– Era un aficionado.
Nos gusta despedirnos. Pero no sabemos interpretar bien las despedidas. Algunos se van para volver y lo hacen con lágrimas en los ojos (como Fraga) y otros se van para siempre sin mover un músculo (Suárez). Servidor se ha despedido de muchas cosas; y de algunas se está despidiendo aún.
– ¿Por ejemplo?, quiere saber Raquel.
– De un boomerang que me regalaron de pequeño.
– Vale.
Me despido de mi juventud cada día, y del día cada noche y… son despedidas casi cansinas, de esas de portal que acaban durando más que la visita. Y me despido sin un gesto, sin una palabra, de algunas gracias y habilidades físicas y mentales que, con suerte, aprenderé a no echar de menos más de lo necesario. La vida es una despedida. No quería decirlo, porque es un poco facilón, pero ya está. También me despido de cosas valiosas, incluso sentimentalmente, como si nada (el martes, sin ir más lejos, regalé un libro de poemas de Juan José Millás del que no se editaron más que treinta y siete ejemplares, y me quedé tan pancho). Pero otras veces me siento diciendo adiós con mano de monarca a objetos que no se marchan ni a la de tres, que parecen retenidos en el presente por la propia disolución de su significado: no es fácil despedirse de esas cosas que no sabes lo que son pero que te acompañan a todas partes…
Así es: aprender a despedirse es lo más difícil. Y esas buenas mujeres de Cacabelos lo saben, y no se olvidan de entrenar un sólo día. Es lo que hacemos siempre que nos relacionamos, es lo que hacemos la mayor parte del tiempo, entrenarnos concienzudamente para una despedida inevitable.
He visto Eurovisión, a ratitos como media España, y me ha parecido también una ceremonia de despedida. Adiós para siempre, perdonable mal gusto; hola, chabacanería vergonzosa. Y ahora me pregunto cuanto tardará Chikilicuatre en despedirse a sí mismo. Espero que poco. No hay personalidad que pueda sobrevivir enfundada en semejante engendro, por muy actor que se asegure ser.
– Suñén.
– Dime.
– Aquel boomerang… ¿de verdad no volvió, o lo sorteaste?