No sé tú, pero yo no he dormido esta noche nada bien porque me la he pasado intentando sacarme de la cabeza a Felipe VI: su tono amenazador, su expresión severa, la realidad tan señoril y oscura en la que vive a pesar de la lámpara minera con la que le obsequió hace bien poco el alcalde de Villablino.
Todavía esta mañana (y eso que ya me lo temía) me siento culpable de alguna grave e imprecisa falta que en absoluto soy capaz de imaginar, pero por la que aún me parece estar siendo reprendido con aquella clase de razón que tenía siempre mi padre cuando, a falta de razones, apelaba a palabras como «inadmisible», «irresponsable» o «inaceptable» que significaban –y yo lo sabía bien– un último gesto de contención antes de la violencia en serio.
El caso es que ayer no me pareció (ni de lejos) estar escuchando a un jefe de estado prudente o conciliador, ni siquiera al mando supremo de nuestras modernas Fuerzas Armadas, sino al otro, al de aquellas Fuerzas Armadas de mi infancia al que tanto admiraba mi padre.
A pesar de mi turbación, regresiva, he tomado buena nota de algunas viejas «verdades» establecidas como nuevas por el mencionado Felipe VI en su discurso de anoche. A saber:
Que toda manifestación popular que contravenga las leyes del régimen del 78 (las maquilladas, que no enmendadas por los valedores del bipartidismo) ya sea exigiendo sanidad pública gratuita, defendiendo las energías limpias, solicitando un referéndum o reclamando la prohibición de las corridas de toros, podría ser vista como deslealtad punible. No hablemos ya de pretender que se derogue alguna.
Que hay leyes que sólo podrán cambiarse si los facciosos antiespañoles obtienen, tras unas elecciones generales, la mayoría absoluta en ambas cámaras implantando así una dictadura bolivariana; mientra tanto (salvo que Angela Merkel disponga otra cosa) son sagradas y se justifican en sí mismas con independencia de que a algún atolondrado se le antojen arbitrarias, caducas, injustas o vergonzosas, y de que en cualquier momento puedan ser aplicadas con desprecio de su espíritu si lo tuvieren.
Que las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado –dirigidos por la sabia mano de verdaderos adalides de la empatía– están formados por intelectuales demócratas de intachable equilibrio emocional cuya actuación es invariablemente necesaria, proporcional y aplaudida por la verdadera mayoría, que es esa que desea vivir en paz sin que le amarguen los alborotadores de la política, preocupándose sólo por lo que habrá sido de Macaulay Culkin o de acertar la lotería para poder sacarse un abono en Las Ventas, como todo el mundo, y comprarse un cachorro al que cortarle el rabo y las orejas para que en pocos meses dé más miedo.
Que, cautivo y derrotado el mismísimo Guifré el Pilós, el petit franquismo afila sus sables y jalea a su jauría en anticipación a la «inadmisible» instigación al diálogo mediante la que extremistas, republicanos y malos hijos en general renovarán su «inaceptable» acoso al estado de derecho.
Que o eres español antes que persona, o eres carne de porra, pues ya sólo existen dos categorías: españoles o vencidos.
Todo ello es –al menos a mí así me lo parece– motivo más que suficiente para que quienes aspiramos a una legalidad ajustada a la realidad que vivimos, no a la de la Corona, andemos hoy con esa indignación sorda que –es lo que me ocurría a mí de pequeño– deriva fácilmente en fechorías mayores, fechorías tales como sentir deseos de ser catalán, por ejemplo. De hecho, de no ser berciano y vivir en Magaz de Abajo, a cuatrocientos kilómetros de España, querría ser catalán porque, visto lo visto y oído lo oído, va a ser la única forma de que me perdonen ser republicano, un pecado tan «irresponsable».