He oído (imagino que como refuerzo del argumentario que estos días parecen seguir tantos medios de comunicación) que la noche del pasado 30 de septiembre la televisión catalana echaba El patriota, de Roland Emmerich (lo que dice más sobre su mediocre gusto que sobre su pretendido maquiavelismo) y me he acordado de una una vieja (1949) comedia, de la nunca suficientemente celebrada factoría Ealing, dirigida con más alegría que ritmo pero con espléndido resultado por Henry Cornelius: Passport to Pimlico. Una bomba alemana sin explotar (que acaba siendo detonada por unos niños) provoca el hallazgo de cierto documento que demuestra que el barrio londinense, Pimblico, pertenece en realidad a Borgoña. Sus vecinos, viendo la oportunidad de mejorar las difíciles condiciones de vida impuestas por el racionamiento de posguerra, no dudan ni un momento en proclamarse independientes.
El espectador capaz de salvar con humor las evidentes distancias no podrá dejar de disfrutar, si la ve ahora, de la tentación de jugar a las similitudes: desde la extemporánea ola de calor bajo la que transcurren los acontecimientos hasta la lenta sordera de unas negociaciones que se eternizan en el absurdo o la paradoja de los policías persiguiendo a los policías. Tampoco faltan actitudes que nos recuerden a las de algunos de nuestros amigos y políticos, e incluso un poco a las nuestras, como cuando una mujer le grita desde la ventana a su marido:
— Pon fin a esta charla, Jim. Somos ingleses, y siempre lo seremos. ¡Y como ingleses defenderemos nuestro derecho a ser borgoñeses!
La democracia, me parece, es eso precisamente y se demuestra mayor de edad cuando permite al derecho sobreponerse a la sangre. Dicho de otra manera (sin equívocos): que estaremos juntos cuando decidamos estar juntos y seamos lo que hayamos decidido ser. Algo que se nos ha estado negando desde aquel famoso «atado y bien atado» con el que Franco consagró los cimientos de un edificio político que lleva décadas desmoronando al país que representa y desmoralizando a la buena gente que lo sostiene.
No somos pocos quienes aspiramos a un cambio radical, a un nuevo comienzo, quizás seamos incluso suficientes; pero, aún así, no terminarán nuestras inmerecidas preocupaciones ni nuestros artificiales enfrentamientos hasta que no se arranque definitivamente ese fuerte entramado de raíz autoritaria que permanece alimentando no sólo el pluralismo falsificado de tantas instituciones y partidos, sino la identidad de un sorprendente número de personas que, en su inocencia, se consideran la mayoría por definición, pero son el producto de una historia y de una cultura falsificadas y rehenes, por tanto, de una identidad falsificada.
En suma: que los españoles no estaremos en disposición de desenmascarar y contener a los verdaderos responsables de la corrupción institucionalizada, el abuso legal y el disimulo interesado al que llamamos con tanta ligereza estado de derecho, y menos aún de construir una sociedad verdaderamente moderna, hasta que no nos concedamos el derecho a ser borgoñeses.