Hemos visto Crash, de Paul Haggins, comiendo palomitas de microondas con botellín de Mahou, solitos y con cierto sigilo sacramental porque la película es de esas que se ven sin rechistar más de lo necesario. Arriesga por lo blandito, y por lo coincidente más allá de lo creíble; pero se sabe metáfora del mundo grande y, por lo mismo, soporta la síntesis necesaria para que el coro no acabe por ser multitud. Ya estamos acostumbrados a las concesiones de nuestras películas favoritas, ¿no? Pues mala no es, los actores fuman y tampoco le faltan momentos de los otros.
De los otros, o sea: de americanos. Porque si quieren ustedes ver Crash en versión europea no tienen más que acercarse al vídeo club y alquilar Código desconocido, de Michael Haneke, seis años anterior (y con una Juliette Binoche que está guapísima, que todo hay que decirlo). Franco-germano-rumana, que es como decir no española, no americana, no india.
-Mira que tienes mala leche, le dice Raquel a un servidor, sin duda como un cumplido.
Ambas cuentan que no nos entendemos, que no manejamos el entorno, que los muros invisibles que dividen cada discurrir por la vida son gruesos, muy gruesos a pesar de lo aparentemente cercano de nuestros rasgos y de nuestras paredes de papel y de lo transparente de nuestras intenciones; que cada viaje es igualmente azaroso con independencia de la raza, la lengua, la cultura, la distancia, el sexo, el riesgo o la prisa que se exhiba para fingir una identidad capaz de disolverse en el aire ante la menor puesta a prueba.
Sólo que donde Haggins pone inteligencia accidental Haneke pone el dedo en la yaga. La diferencia entre ambas películas es simple. La europea acierta al conceptuar el conflicto.
El desanclaje que combatimos causa bienes o males arbitrarios. La realidad, refractaria a nuestra buena o mala voluntad, nos burla y nos burlará siempre. Un creyente supondría con facilidad que si hemos de pensar que hubo ángeles que libremente decidieron odiar a Dios mientras otros decidían libremente amarlo, nosotros somos los que no se mojaron. Y eso marca, te obliga a inventar la sociedad una vez y otra vez. A crear la justificación de la indiferencia, pero también las leyes que la defiendan. De eso hablan las dos películas: de como el equilibrio entre respeto, cultura, firmeza y miedo nos deja en una orfandad a la que, quizás, en estos malos días que corren, deberíamos agarrarnos como a un clavo ardiendo, como a la música. Pero una es americana y la otra no. Vean ustedes ambas.