Cuando llegamos ayer a Magaz de Abajo la bodeguita estaba hecha un asco. Todo el destrozo que puede provocar un pájaro entrando por la chimenea. Lo primero fue buscar el cadáver, que creí encontrar bajo el trípode que sostiene el viejo balde de cobre. Digo «creí» porque cuando fui a barrerlo echó a volar. Entonces comenzó una escena de humor surrealista: abrimos la puerta que da a la bodega grande (la antigua bodega) y allí la que conduce al jardín, y también ventanucos y compuertas, y apagamos y encendimos luces, intentando, infructuosamente, que el animalito dejase de darse golpes contra las paredes y las cosas y encontrase la salida por sí sólo. Raquel esperaba fuera linterna en mano haciendo «pí», «pí», y yo, a oscuras dentro, intentaba dirigirlo hacia su salvación.
– ¿Lo tienes?
– … ¡Ay!
Me cargué el cristal de una mesa de bambú y me hice polvo la rodilla de siempre persiguiendo al pobre bicho que ignoraba la finalidad de mis aspavientos. Salvo un corte en el dedo de escribir y un golpe en la rodilla mala (dicho sea para resaltar mi mérito) esa fue la única baja de un acoso justificado aunque incomprendido. Finalmente el pájaro salió volando hacia la templada noche berciana sin decir ni adiós ni pío.
– Desagradecido, le grito acariciándome la rodilla en plan sana, sana, culito de rana.
– ¿Y tú qué sabes cómo da las gracias un pájaro?
Por la mañana nos despertó una naturaleza tan espléndida como ruidosa que nos invitó a saludarla con un largo paseo por el jardín y la huerta, pero luego la lluvia, que aquí aparece sin avisar y cuando quiere, nos devolvió a la casa. Buena lluvia.
Luego anduvimos cada cual a lo suyo y, después de la cena, estuvimos viendo unos capítulos atrasados de Los soprano. Al principio me interesaron las corbatas. Es la serie de televisión en la que más corbatas se ven, algunas realmente espectaculares. Luego empezó a interesarme el desarrollo de la trama, el tratamiento de personajes, el cruel sentido del humor de los guionistas… y, sobre todo, la personalidad del protagonista: ese gordo incapaz de ponerse en la piel de nadie que no sea él mismo. Los he conocido así, y siempre me han dado cierta envidia.
– Están todos como chotas, sentencia Raquel.
La verdad que sí, que me pareció una serie excepcional en la que un tipo gordo debe manejar a un grupo de individuos que, literalmente, «están como chotas» (o no serían manejables) pero no quiero seguir hablando de eso. Miraba la pantalla y miraba a Raquel. No se merece postergar más nuestra venida a esta casa y yo no hago sino números y números para ver si lo logro contra la voluntad de una realidad por definición inocente. No es fácil, pero le doy vueltas, muchas, porque podría vivir cien años más y no alcanzaría a pagarle a Raquel todo lo que le debo. Ahora duerme, oigo la radio y bebo zumo de manzana. Son casi las cuatro de la mañana y pienso en lo poco que falta para que estemos de vuelta en Madrid. Magaz-Madrid, Madrid-Magaz… Somos como un yo-yo: dos piezas fuertemente unidas a un camino que sube y baja.
– Menuda porquería de imagen, protesta mi yo poético.
– Tú cállate ahora. Cuando te necesito bien que te haces el muerto.
He pensado eso y me he acordado del pájaro de la bodeguita.