Llueve tímidamente contra la ventanilla del Alsa a través de la que, por fin, contemplo el mucho cielo sobre el puerto del Manzanal pensando en lo próximo de mi destino. Me levanté hace unos días con la noticia de la muerte de Pavarotti (y pensé que si la luz posee masa él era la demostración definitiva; pero no quise añadir otro comentario, ni siquiera mental, al sin fin de obviedades que los sabihondos profesionales ponen sobre la mesa en tales casos), desayuné cuatro días ocupándome de mis clases para el arranque de curso, lo que no deja mucho tiempo para más, y me acosté otros cuatro con la misma milonga y sin Raquel, que se había vuelto a Magaz de Abajo a apurar sus vacaciones de profesora. Doy una vuelta por Internet y me impresiona la cantidad de gente que da clases de escritura literaria sin más credenciales que declararse capaz, como si para cantar ópera sólo fuera necesario estar gordo y tener nombre italiano. Dejémoslo.
Raquel se encontró con una semana libre y se puso en camino sin pensárselo dos veces. Yo me quedé en Madrid, como ya he dicho, cumpliendo algunos rituales inaplazables, por propios de la época, leyendo, por compromiso, un librillo de poemas lleno de granos y solucionando los problemas de siempre, de los que el jueves conseguí liberarme.
– Bottini, este es Pangur.
– Pangur, este es Bottini.
Parece que se llevan bien, así que me voy tranquilo. Pangur no necesita más que un poco de conversación por las tardes y alguien a quien mordisquear con cariño. Y Bottini (nuestro trompetista) es perfecto para todo eso.
Así que la semana había transcurrido sin sobresaltos, pero bajo una suerte de imprecisa presión que acabó por conseguir que el jueves me levantase con el pie izquierdo deseoso de propinarle una buena patada en el trasero a algún joven poeta, por ejemplo. Ustedes pensarán que un joven poeta es, con gran diferencia, un blanco que se busca problemas. Y que la cosa carece, por lo mismo, de verdadera punibilidad. Es posible, pero lo importante es que me habría sentado bien. Incluso calculé la indemnización y me pareció que no podía ser mucho más de lo que cuesta la canastilla básica de un gatito.
– Adiós Suñén, me empuja Bottini, que pasará por casa de ocho a nueve hasta nuestro regreso el próximo domingo.
– Es decir: hoy, me recuerda Raquel.
– Sí, hoy, pero no anticipemos las cosas.
El paso siguiente es que estoy llegando a Ponferrada. Que ya he llegado. Que Raquel ha venido a buscarme y que tomamos unos vinos con Isidoro y con Monse.
– Te veo distraído, me dice Isidoro.
– Es que mientras no llegue al mismísimo Magaz de Abajo tengo la sensación de seguir de viaje, perdona.
Y es cierto. Yo no venía a Ponferrada, sino que iba un poco más allá. Sólo el pulpo con cachelos que ponen en «La primera estación» (la «penúltima» para mí) me despierta un poco de la somnolencia del viajero. El pulpo y el móvil, que comienza a sonar advirtiéndome de que tengo varios mensajes. Son todos de Raquel, de hace cuatro, tres, dos días. El último, de hace unas horas, de Isidoro. Se diría que la señal no hubiese sido capaz de abandonar el Bierzo y se hubiese quedando dando vueltas por el espacio aéreo ponferradino hasta encontrarme de vuelta.
– Será por la compañía operadora, dice Isidoro.
– Es por las ondas, que son «ondas bhertzianas«, se ríe Raquel.
– ¿Leíste el libro que te di?, pregunta Monse refiriéndose al de un joven poeta ovetense al que, por lo visto, conoce.
– Un asco.
– Pero si es un sabio. Tiene dos carreras, habla cuatro idiomas y… ¡hasta ha leído a Dostoievski en ruso!
– Yo lo leí de pequeño que es igual de difícil.
– Pero qué antipático eres, me regaña Raquel.
– ¡Si lo he dicho con cariño!
Al día siguiente raquel lavó el coche mientras yo vallaba nuestro pequeño huerto, como si hubiese que defenderlo de la ominosa cercanía de los nogales, manzanos, avellanos, perales y ciruelos que le hacen sombra. El día, como un cercado, es redondo y cobija. Brilla como un automóvil recién lavado.
– Ya está, dice Raquel.
– Ya está, repito escuchando el silencio bajo nuestras voces, absoluto, inalterado bajo el rumor de las hojas hasta que grita el mirlo.
Nos lavamos las manos con la manguera y de repente existir no es extraño.
Los días siguientes no serán muy distintos. Sabemos que a uno de los hermanos de Pangur se lo llevó la tía Flori. El otro juega con su madre bajo la enorme y salvaje higuera que marca el límite norte de la finca. Los vemos desde la cocina.
– Todo está bien, sonríe Raquel.
Después de comer han vuelto las nubes y ha empezado a caer el chirimiri. He aprovechado para sacar los bonsáis y la buena lluvia los ha regado durante unos veinte minutos. Luego ha vuelto a brillar el sol y nos hemos puesto a recoger. Es un trabajo que no nos gusta, así que procuramos hacerlo con amor. En la radio sonaba el Peer Gynt, de Edvard Grieg. Me he asomado a la ventana movido por la primera suite. «Todo está bien», he pensado.
Ya en Madrid, Raquel ha jugado un rato con Pangur (que parece feliz de vernos) antes de retirarse. Mañana toca volver a empezar lo raro mientras en Magaz de Abajo el tiempo, el espacio, la luz trazarán círculos claros y entretejidos, darán vueltas y vueltas esperando volver a reunirse pronto.