Hace sólo unos pocos años, todos los políticos eran intelectuales, algo más tarde se volvieron todos sociólogos y, tras un breve paso por las ciencias empresariales, los vemos ahora convertidos en economistas de sólida formación financiera. Es una virtud camaleónica que confiere la carrera a quienes saben que el pueblo no necesita un plomero cuando le duelen los pies ni un bombero cuando el desagüe se atasca. Y está claro que la economía es hoy nuestro tema de conversación favorito. No hay español que no tenga una postura clara sobre los eurobonos o sobre la inutilidad final de salvar a Grecia, o sobre la inevitabilidad del desempleo o sobre… Sin embargo, tras muchas de estas posiciones defendidas con gran empeño no hay más que el deseo ingenuo, injustificado, irracional y nada realista de que las aguas vuelvan a su cauce preferiblemente antes de llegarnos al cuello para dejarnos, si no donde estábamos, sí en algún lugar en el que, por fin, podamos volver a hablar de fútbol, dietas milagrosas o cine en tres dimensiones.
— O del fin del mundo.
Una ficción de complejidad se interpone entre la inteligencia humana y la comprensión del mundo, siempre ha sido así; pero es más cierto o se percibe mejor en estos tiempos en que los conocedores de la materia que sea no son requeridos para explicarla al común sino para disuadirle de su accesibilidad.
Es curiosa la facilidad con que los ciudadanos se convencen de que realmente deben sufrir para mejorar o de que en la felicidad del rico se oculta la llave de su independencia, o de que la culpa es del presidente saliente, como si su percepción, de ellos, no estuviese sujeta a las mismas leyes físicas, a las mismas limitaciones biológicas de ellos; como si lo que advierten como real estuviese borrosamente entreverado por dificultades y sutilezas que se les escapan y no, como es de hecho, por el mal.
No hablamos del Mal con mayúsculas de agoreros y chupacirios, sino del otro, del que se agazapa tras la ceguera de un inversor o la cobardía de un instalador autorizado. Hablamos de quienes no desean saber si tal empresa emplea niños coreanos en la manufactura de sus productos o si la que le da de comer comete abuso de poder o fraude a gran escala. Hablamos de quienes anteponen su interés personal al bien común, de quienes desean o parecen desear que todas las soluciones pasen por el despido del otro.
— ¿Enemigos del pueblo?
— Tú lo has dicho.
Hay muchas cosas que arreglar, no se trata ya de pedir a los políticos que atenúen el efecto de ciertos cambios sobre la población votante y no votante, como si fueran éstos impuestos por un destino insalvable, como la erupción de un volcán o la caída de un aerolito, sino de que corrija esos cambios una vez que todos los intentos por disimular sus efectos indeseables han fracasado. No hace falta saber la causa última de la letalidad de un medicamento para prohibir su venta, y sería de locos permitir que el criterismo –esa moderna enfermedad de la fantasmagoría en la que la inteligencia se va convirtiendo día tras día– pusiese trabas a una medida sencillamente obligada. Todo mal, crece en torno a un pequeño mal.
— Las cosas son más complicadas, Suñén.
— Las cosas son lo que parecen, gato.
En medio de todo esto, su majestad Juan Carlos I, rey de España, mira a cámara, sonríe y asegura que lo vamos a pasar mal, muy mal. No vamos a comentarlo. Vamos a hacer que no lo hemos visto.