Ve servidor el número de mujeres muertas en España a manos de sus parejas durante el pasado año: sesenta y nueve. En lo que llevamos de éste ya van quince. Triste récord si pensamos que son todos los que están: es decir, si esta recién apellidada violencia (aunque ya bien conocida) no ha dejado sin identidad a otras de las que la sociedad, ahora, se lavará las manos.
No tiene nada un servidor nada en contra de los motivos que has llevado a nuestros gobernantes a plantearse la necesidad de una ley específica para este tipo de delitos, y entiende sin dificultad la cobertura que, al amparo de la nueva denominación, da la prensa a estos casos. Le preocupa, quizás, que tranquilizados por la garantía de la nueva etiqueta, los periodistas (y sus lectores) no quieran ya ver la falta de ayuda, el abandono, la enfermedad mental, el alcoholismo, la ignorancia… A servidor, en fin, le preocupa que la etiqueta enmascare. Por otra parte: un imbécil atropella varias veces a su vecina y se da a la fuga; pero como no se puede demostrar la existencia de una relación sentimental entre víctima y verdugo, sino que el móvil fue la simple venganza porque ella no quiso bajar la música a la hora de la siesta, el tribunal desestima que se trate de violencia de género.
Defiende servidor la manifestación de una realidad a través de un concepto específicamente legislado, pero advierte de que el asunto de la violencia de género (prefiere «crimen machista», francamente) acalla otras discusiones igualmente necesarias. Los casos catalogados como «violencia de género» podrían quedar eximidos de una reflexión posterior (y absolutamente necesaria) sobre la particular responsabilidad en ellos de eso a lo que llamamos «el sistema» (policial, preventivo, sanitario, educativo, social o de integración). La educación, no es preciso insistir en ello, es la base de la prevención. Modificar la ley, aplicar la ley con contundencia, fomentar la denuncia, seguir cada caso con toda seriedad y cuidar de la educación como el buen editor cuida su prólogo, podríamos resumir.
Servidor se pregunta si éramos mejores cuando leíamos Otello y comprendíamos lo gratuito de la violencia del moro veneciano como una parte de todos que debíamos aprender a racionalizar, si éramos mejores cuando leíamos Edipo y comprendíamos la necesidad de los protocolos de circulación y paso, si éramos mejores cuando aprendíamos, con Segismundo, que la ética es la tercera persona de una trinidad cuyas otras dos son «yo» y «los otros». Quizás no. Pero olvidar que la capacidad didáctica del relato, del arte, es muy superior a la de la información, o la doctrina, tampoco nos ayuda gran cosa. «El aprendizaje es un simple apéndice de nosotros mismos», dejó dicho el genial Shakespeare, «dondequiera que estemos, está también nuestro aprendizaje». Una sociedad culta se da a sí misma menos disgustos.