Alguien, desde el gobierno, ha dicho sin despeinarse siquiera que la paz social no se puede anteponer a la reforma laboral. ¿Cómo es posible no anteponer una aspiración legítima y deseable a un paquete de medidas discutibles, basadas en axiomas partidistas (tan ideológicos como circunstanciales) si no en el puro interés, que además (a la vista de lo que se anuncia) ponen en peligro exacta y precisamente la aspiración que debían proteger?
Es un enigma, o es que el gobierno no piensa responsabilizarse más de los ciudadanos, o es otra cosa cuyo beneficio se explica mediante algoritmos que no podemos entender. En cualquier caso la afirmación nos obliga a fijarnos, de nuevo, en esos tres niveles que todo mensaje proveniente del poder establece: lo que se dice, lo que se cree decir y lo que se desea decir.
Fátima Bañez, a la sazón responsable del descosido, ha dicho eso en la inauguración de una jornada sobre la reforma laboral organizada por Adecco y la Asociación para el Progreso de la Dirección. Ha dicho eso, pero creía estar diciendo que no es conveniente que el desacuerdo con una reforma que ella, como el gobierno al que pertenece, el partido que lo arropa y una buena cantidad de españoles, considera justa no debe llegar al punto de hacer peligrar las buenas relaciones entre trabajadores y empresarios. Eso es lo que creía decir, porque lo que quería decir es que va a haber hostias (con perdón) si no nos dejamos peinar como muñecos. También ha dicho que las huelgas generales no crean empleo, algo en lo que servidor está tan absolutamente de acuerdo como en que lavarse el pelo con champú de caballo no lo hace crecer o que en la Antártida no hay murciélagos.
Servidor se siente un tanto timado, porque le ha tocado pasar la mayor parte de su tiempo de vida en el siglo más corto que ha habido nunca y que, además, no ha conducido al XXI como se nos quiere hacer creer, sino al XIX como se deduce del hecho, ya verificado, de que la Asociación Americana de Psiquiatría de América de Arriba ha incluido en su manual de «trastornos mentales» (algo así como el The Wine Advocat de Robert Parker para los enólogos) la timidez, la tristeza por duelos y la rebeldía de los adolescentes. Un buen motivo para que la policía haga cursillos de psicología y una noticia que en el Grupo Adecco, con sede en Zurich, Suiza, que es uno de los principales proveedores mundiales de soluciones de recursos humanos, empleo temporal, consultoría y recolocación, ha caído muy bien. «Ya sospechábamos que lo de estos chicos no era normal», ha declarado un portavoz anónimo.
Así que todo el trabajo sindical de un siglo, pequeñito, apretado y en el que hubo de todo, sí, pero que podía haber durado aún un poco más en vez de cerrar en falso tantos desafíos, proyectos, esperanzas y promesas, se va a la porra. También se va a la porra el ambiente cultural que lo acompañaba y que estaba a punto de cocinar en la Red una excelente cena de sobras. Ya no va a ser así.
La atlética cultura musical y cinematográfica, que lo era por muy «en tiempo real» que transcurriese, que los jóvenes habían alcanzado gracias a la liberalidad de la Internet desaparecerá en pocos meses bajo la grasa de unas leyes de protección de derechos que no han sabido compaginarse con una distribución universal y accesible. A partir de ahora, volverá a haber películas que simplemente nunca veremos, discos de los que jamás oiremos hablar y libros sencillamente inalcanzables (por culpa de la ambición recaudatoria de unos y el entreguismo incondicional de otros). De la educación ni hablamos, porque el presupuesto no da para mandar a la chusma al colegio y no vamos a hacer peligrar la paz social mezclando ricos y pobres en el mismo aula, ¿no?
Y sigue sin llover.