Lo he pensado mucho, y no funciona. Esa catalogación de los productos literarios en Ficción y No-ficción, es falsa. ¿Realmente es una obra filosófica sobre el concepto de la transcendencia una obra de no ficción? Y ese relato sobre la guerra de Irak que se limita a contar las tribulaciones de una familia de clase media ¿es ficción? Decía D. Juan Benet que la verdad es que la guerra española empezó en 1936 y terminó en 1939; «eso es historia», decía, «lo demás es ideología». Y lo cierto, bromas a parte y a pesar de lo enjundioso de la cita, es que somos totalmente incapaces de entender cualquier tipo de acontecimiento en términos generales. ¿Por qué? Pues por la razón simplicísima aunque abstracta y resumida de que ningún acontecimiento soporta (ni precisa) ser explicado en términos generales…
Sólo ocurre lo que le ocurre a uno solo (que es lo que ocurre «en uno»: novela). Y sólo si es narrada, inevitablemente ficcionada, podrá encajar esa experiencia en un proceso mayor, mejor armado, cuya duración y sentido construye y a la vez compete a la tradición. Que el mismo Cristo muriese por nosotros (por estos días), según dicen, no nos ahorrará tener que morir personalmente. Pero si me disculpan no seguiré por ese camino, semánticamente complejísimo ya que hablamos de la segunda persona del Verbo narrada en tercera persona al dictado de la primera por cuatro narradores implicados hasta lo autobiográfico, y eso es demasiado difícil incluso para alguien con tanto dinero como un servidor.
Pero así como morir es en cada caso un acontecimiento personal (Heidegger), la muerte es una construcción ficticia, una construcción necesaria que nos permitirá descubrir (y que, por tanto «ya» nos permite descubrir) que la mayoría de las verdades memorables y generalistas que aprendimos en las clases de historia son patrañas.
– Patrañas bélicas.
– Bien visto, bien visto, pero no había terminado.
Y sin embargo lo narrado es compartido, la muerte, la risa o el llanto narrados nos pertenecen a todos y, así, lo que aprendemos leyendo novelas pasa a ser parte de nuestro aprendizaje experimental con facilidad pasmosa, como si realmente nos hubiese ocurrido. ¡Y es que nos ha ocurrido! No hemos leído El Quijote si no somos Alonso Quijano. Inventamos, nos inventamos o dejamos de ser. Nuestra existencia se vacía de inmediato, se diluye inexorablemente fuera de esa invención que no es una invención al albur, sino reflejo, transcripción imaginativa que nos permite vivir según los términos de un contrato que obliga al ojo y al sueño, un contrato que, entre otras maravillas, nos permitió crear a los dioses que nos crearon y llegar con ellos a un compromiso de mutuo auxilio. Contrato, invención sin los cuales no nos sería posible avalar la realidad en su conjunto finito (ni a nosotros, ni a los dioses) y aún menos en su infinito misterio. La realidad no es de los filósofos, ni siquiera de los notarios, la realidad sólo es una verdad de segunda mano o una arbitrariedad insoportable, sin comparación posible, intransferible e incomunicable. Pura muerte excluida del influjo de la divinidad (cuyo único dios es el hombre: Dios no cree en magnolias, ni en piedras, ni en pobres bestias, sólo admira la vida del hombre, la vida de la que necesariamente carece y que, en cuanto relato, lo contiene). Nada es cierto ni falso si no ha sido contado.
Pero el relato contiene a su vez cuanto no ha sido contado, contiene la pregunta por lo no existente, la pregunta por lo imposible, la pregunta por lo ya muerto. Contiene el motivo de su propio motivo y el relato de su propio relato. Contiene las novelas cuyos los personajes mueren en nuestro lugar, aman y ríen o sufren en nuestro lugar, en nuestro espacio. Historias cuya realidad no muestra ese límite del otro, ese corte que hace que lo real o los otros no sean ya nosotros mismos, que la belleza sea fría o que el calor sea excesivo. La verdad relatada se vuelve, ahora sí, compartida, común. Como la buena música, se limita a marcar unas pocas condiciones sutiles. El resto depende de la ilusión que el pobre agraciado de turno quiera poner en su interpretación. Si tiene éxito arrancará de su público el lenguaje distinto del baile, otro lenguaje. Algunos creen que el mundo es interpretación, pero se equivocan: el mundo es recreación, o no es. Todo ha de ser otra cosa fuera de las cosas, lenguaje fuera del lenguaje. Interpretar no conduce lejos, no nos lleva al gran parque de atracciones de la visión general si no genera un lenguaje distinto, propio.
– Querrás decir «de abstracciones».
– ¿Qué?
– Que querrás decir «parque de abstracciones».
– Puede ser, sí…
La cultura es la ciencia de hacer legible el mundo dotándolo de un relato. Pero de ahí a creerse el relato a pie juntillas va un muy largo trecho. ¿Cuándo nos volvimos tan literales que decidimos, por ejemplo, devolverle al Cristo su muerte o dejar de creer en los antiguos gigantes? El arte va por delante de la cultura como la cultura va por delante de su relato, lo sabe metáfora, aproximación, no realidad. Verdadera no-realidad. El arte sabe que la realidad, sin él, carece de lenguaje.
Pero la época, ya está dicho, nos ha vuelto literalistas. Craso error, no hay idioma bueno si no es a través de la ficción, a través de la metáfora. No digo que las leyes causa-efecto sean un producto añadido por nuestra imaginación a una realidad si engrudo, digo que sin ellas enloqueceríamos y que sólo lo construido a su imagen nos resulta comprensible. Todo es ficción, todo es en esa nada. Todo significado se alberga en esa nada.
– Suñén.
– Dime.
– ¿Un literalista es como un creacionista de izquierdas?, ¿no?
– Pues mira, sí.