Ahora que las medidas tan dramáticamente dictadas para paliar la crisis han cumplido su función y la crisis avanza de aquí para allá, como una papisa bajo su palio no del todo flamante, indecisa entre una economía que sigue sin dar señales de poseer caminos verdaderos, disfruta un servidor de unas nueces gallegas de primerísima calidad y de una cerveza de la tierra tostada y leonesa, y se sorprende de que vivir sea una cosa tan simple. Es una cerveza fuerte, atrigada y fresca, que llega bien al estómago.
Observa servidor, copa en mano, cómo, en el proceso de sortear unas dificultades reluctantes tanto a las componendas económicas como de interlocución, la soberanía sobre el calendario político de algunos países, España incluida, parece haber pasado a manos de unos mercados cuyos voceros no acaban nunca de identificar, pero cuyo especial interés, cortoplacista e insolidario, es que los negocios primen el pago de unas deudas sobre otras con el dinero de unas clases sobre el de otras; algo que se tolera a falta, por lo visto, no de mejores y más imaginativas soluciones, sino de otras soluciones.
También observa, como sabe, servidor, apartando cáscaras leñosas y pequeñitas para llegar al aceitoso, intenso y vigorizante fruto, que es este y no otro el paisaje a cuyo punto de fuga –perdido en el belicoso horizonte analítico– vienen a sumarse algunos primeros planos para poner las cosas más difíciles al valiente que diga «yo podré hacerlo»:
Una parte de la sociedad española, cuyos centros de reacción han sufrido tantos años de beatificación del sistema que casi han acabado por paralizarse del todo, parece haber delegado en sus jóvenes, y sólo en sus jóvenes, la expresión de una indignación que en las urnas podría no hacer valer. Cómo se las ha apañado la casta política para actuar desde una inercia que valora y elogia los sacrificios de una clase para acabar defendiendo a la otra, que da la sensación de estar dispuesta a jugarse el prestigio a cambio de sus privilegios, es una pregunta que sigue sin respuesta, pero que atañe profundamente al sentido real de la democracia.
Otra parte de la sociedad española, convencida de que canalizando la ira hacia su gobierno encontrará a los causantes de su malestar, ignora u obvia la profunda implicación en él de la propia estructura del sistema e interpreta en cada caso contra el que manda y sus simpatizantes esa frustración multicefálica que ha causado un proceder político más parecido a la ignorante pasión del forofo del balompié que al meditado análisis del necesitado de automóvil, y votará en consecuencia.
Así que la ciudadanía decidirá con las tripas, después de todo, a la hora de emitir su voto el 20N (alguien, por cierto, ha dicho –y no juzgaré lo oportuno, aunque elogie lo ingenioso de la afirmación– que estas no serán unas elecciones generales, sino generalísimas).
En cualquier caso ese es el paisaje en el que Rubalcaba se jugará su futuro con muy pocas papeletas ganadoras una semana después de que comience el fin del mundo, que según las revistas especializadas en asuntos indemostrables (pero las esotéricas, no las económicas) será el 11N. ¿Cómo lo hará? Pues, como en el caso de aquella espantosa serie llamada Perdidos todas las soluciones están en el episodio piloto, incluida la eventualidad de que al pase final (siempre planteado como una especie de guerra) no acuda nadie.
Que lo tiene más difícil que un maestro en Colombia es algo que se deduce sin esfuerzo del hecho de que a Rajoy nadie le pregunta cómo va a hacerlo él. Una vez anunciado el adelanto electoral Zapatero debe ahora desaparecer tras una alta burocracia cuyas leyes no ha podido cambiar, lo que deja a Rajoy como estaba, es decir como único ganador con el único y machacón proyecto de acusar a Rubalcaba de ser el mismo perro.
Bueno. Si fuera el mismo perro sería el mismo perro. No lo es, conque a ese trapo no hay que entrarle más allá de recordar que un gobierno no puede aplicar un programa completa y pormenorizadamente por la razón simplicísima de que un programa se redacta para la ocasión de vencer con mayoría suficiente y poder gobernar en la franja óptima del espectro, por tanto sólo es defendible en prolegómenos y sólo es aplicable en una realidad ideal (que es aquella que no sufrirá variación reseñable sobre las previsiones conocidas).
— Un programa electoral es como un presupuesto de obra.
— Eso es Pangur. Lo has entendido. Toma…
Servidor le ha tirado una nuez y está intentando sacarla de debajo del sofá.
En cuanto al collar sí podemos sospechar que sea el mismo: el mismo que lleva Rajoy o el que llevará cualquiera de aquí al 20N y de cuya correa tiran las encuestas. Pero ya es el ganador.
Ambos candidatos son hombres tranquilos con los que a servidor no le importaría pasar la tarde compartiendo una caja de cerveza leonesa y un cesto de nueces gallegas, y ambos han adelantado ya que centrarán su discurso en prometer lo que no hay.
Pero Rubalcaba haría bien recordando que fue la publicación de compromisos concretos lo que llevó a Zapatero a la Moncloa y que fue el cumplimiento de los mismos lo que le condujo a la reelección. Y para encontrar un camino necesario y fiable primero debería (Rubalcaba) escuchar al sector socialista de su propio partido (que haylo), porque su ganancia electoral está a la izquierda, no a la derecha –admitamos de una vez que eso del centro no existe– y abajo, y abajo. Luego podría incorporar a su programa algunas de las reivindicaciones más en razón de la iniciativa 15M, en especial aquellas que suponen la necesidad de una acción conjunta europea (desde la reestructuración de sus órganos decisorios a la emisión de bonos). No debe tenerle miedo a parecer anticapitalista en una tesitura que, más pronto que tarde, va a llevar a los bancos a prestar dinero al cero por ciento (también los malvados necesitan lavar su imagen si no quieren que la gente vuelva a guardar sus ahorros en el calcetín) no porque se lo aconsejen los especialistas en asuntos indemostrables, sino porque el mal viene de donde viene y no puede ser él el único español que no lo sepa. Un discurso razonablemente radical funcionaría mejor que una demostración de paciencia intelectual que, a estas alturas, parecería más paño de meapilas que verdadero valor. Y en ese sentido es importante que huya de las recetas, las recetas son para los enfermos, y aquí no hay enfermedad, sino agresión. La respuesta al presente es la respuesta a una agresión, no a un virus. Y si no va a obtenerse la victoria, al menos hay que dejar sonando los clarines de un cambio que se manifestará cada vez más necesario.
El discurso debe ser físico.
Por último, servidor recomendaría a Rubalcaba que lleve de número dos a Carme Chacón y deje de verse a sí mismo como el hombre tranquilo más fácil de quemar, ese cuyo fracaso hará menos daño a un futuro tan hipotecado como imprevisible a la postre. Cuando la guerra es entre esotéricos y economistas, lo mejor es invertir en mulas, picos, palas, sacos, lámparas y tiendas. Pasar de una política de discurso a una política de acción es lo propio una vez acabado el proceso electoral, pero si los votantes no ven «hombres de acción» en el equipo de su preferencia sospecharán que dicho equipo no se ha constituido para ganar, sino para perder menos, y bien puede decidir cambiar de equipo, o simplemente dejarlo todo en manos del destino.
— ¿Y Carme Chacón te parece a ti un hombre de acción?, pregunta Pangur, que ha conseguido recuperar la nuez y tumbado boca arriba hace malabarismos con las cuatro patas.
— Pues sí me lo parece, sí.
Porque, como todo el mundo sabe, Rubalcaba no va a ganar, según lo previsto por él mismo bajo la profética influencia de su propia sombra y de los licenciados en obviedades, que somos todos, y así se contenta con minimizar la derrota a sabiendas de que nadie le pide más. Al contrario: da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.
¿Pero y si fracasa tan bien que gana, provocando que la bolsa baje aún más y que las agencias competentes reduzcan aún más la calificación de nuestra deuda y los inversores dejen caer aún más a los invertidos o al revés en los abismos de la resistencia especulativa y acabe siendo evidente que la democracia es de otros y que el dinero, con el tiempo, pierde valor en vez de ganarlo porque ya no es la credibilidad de los pobres, sino su credulidad? Pues entonces le vendrá bien disponer de un programa agresivo. No lo tiene: luego eso.
— Has dicho que los bancos van a prestar al cero por ciento, me advierte Pangur.
— También he dicho que el día 11 de noviembre empieza el fin del mundo. Y que la democracia es de otros. Y que…
— Vale, vale. Ya lo entiendo.
Visto así, servidor (en actitud aristocrática) votará al perdedor, que, sea quien sea, tiene el mismo aspecto de San Pedro que el ganador antes de haber ganado, y el mismo valor nutritivo que una cerveza con nueces, pero que sabe que el fin del mundo no es tan malo como el destino lo pinta. Votará contra el destino. Así de simple.