Hoy ha salido el sol, pero estos días entre la lluvia, que dificulta el trabajo de campo, y la avería del ordenador, que le ha devuelto a una especie de vida presocrática e inesperadamente espaciosa y dilatada, ha estado servidor leyendo mucho y desordenadamente. Libros que iba encontrando aquí y allá, providencialmente fuera de sus anaqueles, y que sospecha que él mismo fue abandonando por la casa en algún raro momento que no recuerda, a modo de pistas por si un día le entraba una apertura comprensiva de resultas de quedarse sin tabaco o, como ha sido el caso, sin ordenador, o de caerse de la acera, que puede pasar. Entre ellos el de Roger Penrose, que era una deuda pendiente, La nueva mente del Emperador, y que con el debido respeto le parece a un servidor un buen libro de divulgación, en su desarrollo, pero el producto de la fantasía -controlada hasta cierto punto, y aguda si le apuran, no lo niega- en sus conclusiones, que a ratos delatan más el deseo de un magicista nostálgico que el resultado de una reflexión crítica realista.
Servidor siempre tuvo su propio punto de vista sobre la ciencia y sus arbitrariedades. De pequeño, incluso le expulsaron del colegio quince días por negarse a aceptar que dos líneas paralelas se encuentran en el infinito. Pero es que es obvio que dos líneas paralelas que se encuentran en el infinito serán paralelas eternamente.
– Suñén, dame el teléfono de tu amigo Pableras, que le voy a preguntar por tu ordenador.
– Ya he hablado yo con él. Lo está arreglando.
– Sí, pero me parece que no es consciente de la gravedad del asunto, insiste Raquel con una pinza en la boca.
– ¿Qué gravedad?
Raquel le mira mucho rato, a servidor, y dice señalando la libreta que servidor lleva en el bolsillo de la camisa:
– ¿Que es eso?
– Cosas mías.
– Sé más explícito.
– Mi tratado.
– Sé más explícito, cielo.
– Mi tratado de Matemática desenmascarada. Un libro necesario, que hará historia. Como la radio. En tiempos de mi abuelo había que tener dos cojones para oír la radio.
Vale. Ya ha conseguido servidor que a Raquel le de la risa (se lo propone un par de veces al día, desde que la conoce, y siempre tiene éxito), pero lo del libro va en serio. Como uno de los superpoderes de un servidor es la capacidad de abstraerse hasta el punto de llegar a acariciar las ideas, ha aprovechado el tiempo libre para desenmascarar algunas afirmaciones científicas que le parecen del todo equivocadas. Por ejemplo: el camino más corto entre dos puntos separados entre sí por una distancia infinita debería darle igual a cualquiera que tuviese dos dedos de frente, ya que el camino más corto entre esos puntos es igual de largo que el más largo, y se tardaría lo mismo en recorrerlos. Presuponer lo que sea es tan tonto como asegurar que Bruce Lee sigue vivo.
– ¿Quién dice eso?
– Eso y cosas peores. A la gente le encanta dudar de la realidad. Piensan que las tostadoras nos observan, pero creen a ciegas en las matemáticas. Les dices que cero dividido entre cero es infinito y se lo creen.
Estaba servidor colgando sus pantalones de pana (ejercicio nada fácil) y cayó al suelo un montón de calderilla que se apresuró a recoger mientras Raquel seguía tendiendo.
– ¿Y eso?
– Nunca hay un pobre cuando lo necesitas. El otro día intenté endosársela a un señor bajito y desaseado que estaba sentado en la puerta de la ermita de la Encina y, declinando displicentemente con la mano, dijo: «Perdone, no necesito dinero. Si acaso… un pitillo; aunque en realidad tengo tabaco y, de hecho, desde que he empezado a fumar me siento mucho mejor, dónde va a parar, pero me he quedado sin amigos y ya nadie me habla. ¿Le importaría darme conversación?»
– Y tú…
– Me di cuenta enseguida de que había gato encerrado.
– Como dijo Schrödinger.
– Muy graciosa. No. Supuse que era un relativista ontológico. Quise denunciarlo, pero nunca hay un policía cerca cuando lo necesitas, están poniendo multas a los borrachos o buscando a Bruce Lee, y los relativistas ontológicos campan por sus respetos.
– ¿Y él qué hizo?
– ¿Quién?
– El presunto pobre, cielo.
– ¡Ah! Se fue. No estoy seguro. Con esos tipos nunca se sabe.
– ¿Y qué otras falacias piensas denunciar?, preguntó Raquel ya con el cubo vacío bajo el brazo.
– Pues el tiempo, que no fluye. Y el espacio, que no contiene. Hay mil cosas. ¡Mira el libre albedrío!
– ¿Qué le pasa al libre albedrío?
– Que es un pleonasmo, dijo servidor poniéndose de pie.
– Ya. Pues a mí me parece que el tiempo fluye y que el espacio… No. No. Cosquillas no, oootra vez nooo. Vale, vale, me rindo: el tiempo no fluye, el espacio no contiene…
– ¿Y el libre albedrío?
– Un pleonasmo, Suñén, un pleonasmo, admitió recogiendo el cubo.
– …
– ¿Me harías un favor?, dijo arreglándose el vestido y sin mirar a un servidor.
– Lo que mandes.
– Mañana vienen unos amigos de Galicia… No les hables de tu «tratado».
– Ni pensarlo, que lo mismo me lo copian.
Háganle caso a un servidor: el espacio no contiene, el tiempo no fluye, Bruce Lee ha muerto, las tostadoras son inofensivas y dividir cero por cero es como comer nísperos. Y dos líneas paralelas, si son listas y se tienen verdadero aprecio, ni se pierden de vista, ni se encuentran nunca del todo.