Parece ser que en la última edición del International Film Festival Rotterdam (IFFR), escaparate del cine contemporáneo donde los haya, un grupo de defensores de los derechos de los animales han protestado contra la película Blancanieves, de Pablo Berger, por considerar que se habían maltratado toros durante su rodaje. Servidor ha visto la película, de la que puede decir que en efecto merece la pena, que su director no se ha leído el cuento de Blancanieves (ni falta que le hace), que le sobran rótulos y, ocasionalmente, alguna explicación visual para espectadores torpes y que es estéticamente irreprochable aún admitiendo que esa pureza extrema, ese lenguaje desnudo, cortan su fruto con filo anacrónico. A veces es necesario reafirmar lo que es (fue) obvio, y Berger lo hace por necesidad, no por oportunidad. Lo cierto es que la película se disfruta en sí misma, abstrayéndose del todo del cuento que la pretexta: a Lorca le hubiese gustado, y a Buñuel le hubiese parecido un loable intento. (Dalí la hubiese estropeado irremediablemente). Y no, no se maltrata a ningún toro. A quien sí se maltrata es a un enano (que ha de sufrir por exigencias del guión la «cogida» de una vaquilla), pero eso, naturalmente, no es asunto que quite el sueño ni a los activistas holandeses ni a un servidor: los especialistas están para eso.
Sin embargo, los activistas holandeses, que actuaban por oportunidad antes que por necesidad, no deben ser ridiculizados. A veces la oportunidad es aprovechada a desmano, sí, pero en respuesta a necesidades reales. Es decir: lo impertinente de la protesta no invalida la necesidad de la misma.
Servidor recuerda a aquellas lesbianas que, hace demasiado tiempo ya, reivindicaban su derecho a hacer el servicio militar obligatorio asumiendo, aparentemente, una imposición contra la que los hombres luchábamos en las mismas fechas. El ejemplo sale a colación para argumentar que, en ocasiones, la igualdad vale más que los privilegios; que, a veces, afirmar una verdad implica la pérdida de más de una ventaja. Aquellas lesbianas (no juzgará servidor su filiación política, la que fuera, justamente eclipsada por el imperativo moral que las movía) habían entendido que hay comodidades injustas, que hay «cortesías» capciosas, eximentes despreciativos, sinecuras condescendientes. Si la dictadura no les dejaba aprender a usar un arma, quizás la democracia no les dejase usar la inteligencia. Servidor, que en ese aspecto se declara micromachista precisamente por delicadeza (y viejo por determinismo histórico), no lo entendió así enseguida («abrir un frente que no beneficia a todos no es revolucionario», sentenciaba servidor en su atolondrada mocedad) sino que le llevó algunos años darse cuenta de que -especialmente en momentos difíciles- hay que entender que la guerra nunca es consecuencia de su casus belli y sí de la injusticia pura y dura. Por eso aquellas lesbianas tenían razón, y por eso los activistas holandeses tienen razón.
También recuerda a aquel empleador al que querían linchar por haber dejado tirado a un empleado presuntamente ilegal que se cortó un brazo con la guillotina de la empresa en que trabajaba (la que fuese para cuya actividad era necesaria la maldita máquina). Luego supimos que ni era ilegal el trabajador, ni se había su jefe desentendido del auxilio a la víctima. Si las impredecibles masas hubiesen llevado a término su primera intención (colgar de un árbol al empresario) habrían perdido la razón, pero la tenían mientras (aún de manera equivocada) manifestaban su indignación por el esclavismo de los patrones. Flotaban en el aire, por entonces, los primeros recortes… las primeras trampas.
Naturalmente, también el ¿millón? de firmantes a favor de la dimisión de la cúpula del PP tiene razón. O sea, que hay sobrados motivos para solicitar semejante cosa fuera del caso Bárcenas, el caso Bárcenas es sólo (ni más ni menos) el casus belli. Por un lado el gobierno está haciendo una política de partido antes que de bien común (no está gobernando para todos), y es necesario separar ambos mundos; al coste que sea. Por otro: los ciudadanos no toleran más que haya idiotas cobrando sueldos inmerecidos (y no se refiere servidor a los políticos que salen en la tele, que también, sino a los que no salen) mientras ellos se ven postergados, empobrecidos y criminalizados. Si además resulta que lo que han hecho los políticos es inventar una forma abusiva de autoempleo… apaga y vámonos. El problema de Bárcenas es que simboliza muchas cosas, demasiadas.
— ¿No vas a hablar de los virus informáticos?
Pangur, el gato de un servidor, está convencido de que un virus podría colarse en el ordenador y violarle. Servidor no le hace caso, pero entiende el miedo de un ser que, quizás, haya sido alimentado con carne de sus congéneres a través de ciertos piensos que, si no han entrado en nuestra cadena alimentaria (la humana) es porque la crisis no ha mostrado aún todas sus uñas o porque la ambición no ha quemado aún todos sus cartuchos.
— ¿Qué estás escribiendo?
— Nada que te interese, y deja de distraerme por favor.
— Pues acaba ya.
Al contrario que los políticos (que no saben leer los signos), los ciudadanos, cuando hablan, siempre quieren decir algo (y lo que dicen siempre viene a cuento); pero como su turno toca cada cuatro años se ven obligados a aprovechar la oportunidad cuando la necesidad aprieta. Hay reacciones que se disparan por un motivo que (después) resulta no ser real; pero eso en ningún caso significa que dicha reacción no responda a injusticias verdaderas, indignantes y bastantes para ser enfrentadas con determinación, virulencia y, llegado el caso, violencia. Lo que significa esta causa es que los enanos hemos encontrado la oportunidad de compartir nuestra frustración en torno a una manzana: podrida sí (envenenada, puede), pero del mismo cesto del que ha salido todo lo demás. Y se equivoca quien cree que el cesto es espejo de lo que dan los frutales: es selección, y cada muestra debe ser ejemplar (por algo es específica su ley) por honradez, trabajo, eficiencia y consideración. Lo demás son cuentos.