Empecinados en darle vueltas a los flecos de lo importante, ya sólo hablamos de esas pocas hebras que, generosamente, la realidad acordada deposita en nuestros platos. Quemamos diarios enteros escandalizándonos por ese pelo en la sopa, como si «la sopa» ofreciese alguna seguridad suficiente o aceptable. Recuerdo una frase de René Char: «Obedeced a vuestros puercos que existen. Yo me someto a mis dioses que no existen».
El gato Pangur, que está ya lo bastante viejo como para no mostrar interés por lo mundano, pero no lo suficientemente chocho como para practicar la inteligencia emocional me recuerda que si yo tuviese su edad sería un viejo.
— No deberías de gastar energías en pegarte con tus contemporáneos, congrtúlate de haber sobrevivido a tu época –dice. –Deja ya de intentar escribir este texto, ¡encuéntralo y cópialo!
A veces creo que, salvo yo (si acaso), nada ha cambiado desde que vivo aquí, en el Bierzo (en el mundo). Hace muchísimos años que cada declaración pública gira en torno a un verbo inútil. No importa de dónde vengan, o en qué medio los citen, nuestros representantes exponen, preguntan (quizá interpelan), exigen (sobre todo), presentan, proponen, claman… Últimamente «claman», porque el ambiente festivo, siempre más receptivo, parece fomentar la elevación heroica. Como sea: la periferia del poder (lo que nos muestra) pone a disposición de quienes llegan a la política empujados por la angustia de jefaturas una gran variedad de tonos imperativos.
La angustia de jefaturas –que es el mal de la izquierda como el abuso de la tradición fue siempre la vocación (la unidad) de la derecha– ha conseguido (con la inestimable ayuda del sacerdocio generalista) que la lucha de clases transcurra en el patio trasero del texto permanente reescrito de una oposición condenada (en busca del tiempo perdido) por su complejo de inferioridad. Dicho de otra manera: hablemos de lo que hay que hablar, no de lo que decimos.
La izquierda (y no digo que sea un esfuerzo vacío) aún persigue el prestigio como Harpo Marx a las indefensas, indistinguibles coristas y, así, hoy somos puro excedente canónico y el enemigo, que ha asumido hace tiempo que sus hijos morirán jóvenes y estúpidos pero poderosos, no lo ignora.
Ni puercos ni dioses. No hay tiempo para eso. No hay tiempo para el diseño, frío o caliente, de estrategias dirigidas desde el despacho, por muy pactado o democrático que se defina su propietario. No hay tiempo para la confianza en una política que predica la espera a costa de los que no pueden esperar más. No hay tiempo para otra desilusión, y no hay diferencia alguna entre morir a manos del capitalismo enloquecido o tropezando en las baldosa de un camino demasiado largo hacia la zanahoria del cambio.
No hay tiempo para condicionales, infinitivos, imperativos u otras teatralidades. No hay tiempo para nada cuya respuesta espera en el futuro. Ni siquiera hay tiempo de convencer.
Hago una pausa. Desde el sequero, contemplo la belleza discreta aunque poderosa del paisaje. La admiro con más fuerza, con mejor causa, al comprender que carece de sentido. La naturaleza gana a la abstracción porque no anuncia nada, no significa nada, no lucha por trascenderse. La verdad es belleza porque no se defiende: su ética (si la tuviere) es la estética de la poca felicidad que nos concierne, la que consiste, sencillamente, en que no te sacrifiquen. Me duele la indiferencia que empiezo a experimentar en relación a ciertos asuntos, asumir que me debo más a mi vocación que a mis vecinos, asumir que la mayoría es, finalmente, tristemente, culpable de su inocencia.
Magaz de Abajo ayuda mucho a relativizar ciertas cuestiones que hoy son motivo de encarnizada pelea en el exterior. Al fin y al cabo, mientras todo el mundo está orgulloso de ser, por fortuna, de alguna parte y no de otra, berciano es sólo aquel que no puede demostrar lo contrario, alienta esa fortaleza que la desconfianza en uno mismo reserva los verdaderamente independientes. Confinado en una zona geográfica propiedad de malos pagadores, negacionistas especializados en la destrucción (minera, forestal, patrimonial, pirómana), todos los colores ideológicos contribuyen a un sólo convencimiento: debo esconderme aún más, debo opinar aún menos, debo triplicar las cadenas en torno a una privacidad que, para bien o para mal, se resuelve en mi única respuesta al abuso al que he hurtado, como el más discreto de los prestidigitadores, la vida de mi vida.
Pero no todo son verbos, no; algunas palabras sustancian declaraciones cuya pertinencia resulta tan difícil de digerir como su motivación fácil de desentrañar. Entre la «nostalgia» de El Consorcio, el «intimismo» de Melendi y la «genialidad» de algún doble de famoso, la alcaldesa de Ponferrada, por ejemplo, contrapone la «unidad» del Bierzo al «separatismo» catalán en un ejercicio de lógica difusa que habría acabado definitivamente con Lofti Zadeh si Lofti Zadeh no hubiese tenido la previsión de morir de viejo un par de días antes. De no se por el surrealismo, hace mucho tiempo que hubiésemos apagado el ordenador, dejado de leer la prensa, colgado los bártulos de litigar y salido volando como aquel Castroforte del Baralla de don Gonzalo Torrente Ballester.
Me resisto, buceo en el buen criterio de los lectores de la actualidad, busco en la prensa el nexo con lo que pasa, y lo que pasa es que han desarticulado una banda de rumanos que robaba en casas de chinos, o que el gobierno opina que la democracia y la ley son la misma cosa, como si su concepto de las leyes no fuese un permanente atentado a la democracia, como si Hitler no hubiese respetado las leyes.
— A eso lo llamábamos «comulgar con ruedas de molino» –me recuerda Pangur, que ya se ha bebido la mitad del helado de café con orujo que me había servido para escribir estas líneas. Lo dice, cerrar los ojos y se los cubre con una pata.
La postmodernidad fue un hábil intento de cerrar en falso las contradicciones que la modernidad no había resuelto (filosofía de privilegiados), la postverdad (la paparrucha, decimos en Magaz de Abajo) es lo mismo sin sentimiento de culpa (cultura de privilegiados). Pero ¿es posible sostener que un grupo (cualquier grupo) que se perciba a sí mismo como tal y sea percibido como tal por el resto no tenga derecho a defenderse, representarse, manifestarse?, ¿de verdad es racional culpar a la criatura (singular o plural) de los errores de su creador? Quizás sí. ¿No será Frankenstein el desgraciado producto de su monstruo?
Divago. Es a lo que me dedico porque a veces (muy raramente, pero a veces) la divagación se auto-sostiene y deviene estructura, se arma contra las inclemencias, se eleva en forma de discurso, se vuelve, en el desierto, voz. Quien tiene voz tiene éxito aunque nadie le escuche al otro lado de las paredes (son diferentes cosas el triunfo y el éxito), pues ha elevado una frontera entre su celda y la cárcel, lo que no es fácil, pero obtendrá el triunfo, pues en el interior de la cárcel las fronteras están prohibidas (en el exterior no sé lo que pasa).
Releo el párrafo anterior, dudando de estar diciendo lo que querría haber dicho, cuando aparece Raquel con un libro en la mano.
— ¿Qué le pasa a este gato? Es igual, mira.
A mi expresión de extrañeza, responde:
— Página trece.
«¿Qué es el Estado? El Estado francés, el Estado alemán, ¿son los representantes auténticos y autorizados del pueblo? ¿Los defensores de los intereses de la mayoría? ¿El estado, en Francia como en Alemania, es el representante de una minoría, es el encargado de negocios de una asociación de especuladores cuyo dinero les ha dado el poder y que son hoy dueños de los Bancos, de las grandes sociedades, de los transportes, de los periódicos, de las fábricas de armamento, de todo! ¿Dueños absolutos de un sistema social avasallador, que beneficia a unos pocos a costa de los más!»
— Roger Martín du Gard: «El verano de 1914 (final de ‘Los Tibault’)». Me había propuesto releerlo este verano, pero ya veo que te me has adelantado. Por cierto, ¡te has dado cuenta de lo que se parecía ese hombre a Gloria Grahame?
— Sigue leyendo.
«¡Estas últimas semanas hemos visto este sistema en funcionamiento! ¡Hemos visto cómo su maquinaria rompía una a una todas las resistencia pacíficas! ¡Y él es hoy el que os lanza con la bayoneta calada a la frontera, en defensa de unos intereses que os son extraños, que son incluso funestos para la inmensa mayoría de vosotros!…»
Du Gard (que ganó el premio Nobel un año en que estábamos demasiado ocupados para leer su obra) escribió eso hace hoy algo más de un siglo (Los Tibault). No valoro mi confianza en mí mismo tanto como para no escuchar a quien desee argumentar que es una cita descontextualizada (etc…) pero valoro mi tiempo, así que (sea cual sea el contenido de la objeción de marras) responderé citando otra vez al maltratado du Gard: «¡Aquellos que van a hacerse matar tienen derecho a saber a quién va a beneficiar su sacrificio». Se refería a ustedes, carne de cañón. No importa dónde vivan, en qué dios crean, qué lean o cuánto consientan a sus mascotas.