Viendo las noticias, nos hemos enterado de que aunque los lobos siguen en los bosques -no suelen fijarse en los seres humanos (y todos esperamos que sigan así)- últimamente han estado atacando al ganado no muy lejos de aquí, ya en la verde Galicia. El ataque de los lobos no es selectivo, matan más de lo que estrictamente pueden llevarse o devorar en el momento. Aquí los lobos se ven menos, pero son los buitres los que, de un tiempo a esta parte, han decidido abandonar sus saludables costumbres carroñeras para pasar a la acción violenta. Lo que es bueno para unos es malo para otros: no hay cadáveres de animales en el campo. Cuando servidor era pequeño los había, no era nada especialmente raro encontrarse de pronto con un feo y semiseco bulto de huesos y piel curtida, y a los pequeños insectos haciendo su trabajo. Los buitres cazan y las cigüeñas (dicen) permanecen más o menos cómodamente instaladas en sus residencias bercianas, no emigran.
No cuenta estas cosas servidor con afán milenarista alguno, son consecuencias, pero no anuncian la crisis que se nos viene encima, sino porque son noticias que no alcanzan el suficiente calado como para que los políticos dediquen a ellas demasiado esfuerzo y, sin embargo, perturban vidas reales.
Hace dos noches que servidor veía en la televisión gallega el caso de un pueblo en el que la compañía de autobuses había decidido sustituir sus dos autobuses pequeños por uno grande. Decisión dictada por una necesidad empresarial, sin duda, y también un signo de que el pueblo se mueve. Pero el autobús grande resultó no caber en el pueblo. Un detalle que se le puede escapar a cualquiera y que se subsanó poniendo la parada en las afueras. El problema es que olvidaron notificar convenientemente el cambio de parada. Algunos se quedaron en tierra; otros no sabían muy bien cómo desplazarse hasta el nuevo enclave con tantos bultos llevados al antiguo con ayuda de media familia. Sólo los que siempre tienen suerte consiguieron tomar el autobús, supongo que los que tenían información privilegiada. Los dueños de la empresa se preguntaban por qué no había funcionado la puesta en práctica de un plan de negocio tan bien justificado como caro. Algo parecido les pasa a los animales.
– ¿No supondrás mala fe?
– No Raquel, no en el caso del autobús gallego. Estoy seguro de que todo es una mezcla de surrealismo fatalista y despreocupado optimismo (muy gallego, por otra parte). Digo que estas cosas pasan, y que me da muchísima más lástima esa señora que se quedó esperando en la vieja parada, con todas sus maletas sin saber qué pasaba, que todo ese montón de gente cuyos nombres llenan las páginas de los periódicos y sobre cuya suerte no me interesa saber más que el final y no detalladamente. Esa mujer vive hoy con más incomodidad que ayer, pero nadie le dará importancia. Es víctima de cambios necesarios, dirán.
Lucas anda en su cuarto, ocupado con unos problemas de representación de proyecciones geométricas (que es una cosa que puede llegar a hacerle llorar a un servidor) y nosotros escuchamos la «Novena»; pero una versión demasiado pendiente de sí misma, que facilita la distracción. Debería de haber puesto la de Karl Böm, servidor.
– Serán dos años más.
A Raquel le han denegado el traslado a un instituto del Bierzo y, para pasar el disgusto, nos vamos a comer un plato de cerezas de casa un Godello fresquito, resignándonos a esperar, a seguir yendo y viniendo antes de imitar a las cigüeñas, que es lo que deseamos. No es tanto tiempo dos años.